“Barcos de papel” – Capítulo 16 c

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3.- Cena en Reno

Reno era el restaurante de moda en Barcelona. Allí se reunían empresarios, directores generales, autoridades y personas de la aristocracia y del gobierno. Estaba en la esquina de la calle Tuset con Travesera de Gracia, donde hoy está el restaurante Two Set. En el chaflán, había estacionados, en doble fila, varios coches de color negro con los cristales ahumados y la banderita de España en el alerón delantero. Los chóferes, con sus uniformes oscuros, fumaban y charlaban tranquilamente. En la entrada del restaurante, había un portero con gorra de plato y galones dorados en la casaca, que se quedó mirándome de arriba abajo y me dijo, arrugando el entrecejo:

—Lo siento, pero no puede pasar.

—¿Por qué? —pregunté sorprendido—.

—Porque no va vestido correctamente —respondió—.

—¿Cómo dice?

—Que no se puede entrar con pantalones vaqueros y sin americana —afirmó, con mucha autoridad, mientras me repasaba con la vista, por delante y por detrás—.

Le pregunté qué podía hacer y, como pasa siempre en estos casos, contestó que no era cosa suya: «Un servidor se limita a cumplir las órdenes que recibe».

¡Qué mal trago pasé por aquel mamarracho! La gente me miraba con menosprecio. Si hubiera estado solo, les habría soltado un par de frescas; pero, con Olga delante, no quise armar el taco. Fue ella la que, haciendo gala de su astucia femenina, se acercó al portero y le dijo con una pícara sonrisa.

—¿No me recuerda? Yo soy sobrina del doctor Santamaría y Alberto es mi novio. En varias ocasiones, he venido a comer con mi tío y, si hace memoria, se acordará de mí. No tardará en llegar; hemos quedado con él a las nueve y sólo faltan unos minutos. Compruebe la reserva del doctor Santamaría y verá que somos cuatro.

Si no llega a ser por ella, me quedo allí hasta que hubiera llegado Santamaría y su señora dando el espectáculo como un palurdo. El del uniforme y los galones se ausentó un momento y volvió acompañado de una camarera, con cofia y delantal.

—Síganme, por favor.

Olga iba delante. Sería por culpa de mi imaginación calenturienta, pero me parecía que tanto los clientes como los camareros la desnudaban con los ojos. ¡Qué orgulloso me sentía! Caminando tras ella la contemplaba con esa admiración y esa ternura que son el mejor exponente del amor y la pasión. Aquel vestido ‑por encima de la rodilla‑, realzaba la hermosura de sus piernas. Tenía un cuerpo espléndido: las facciones grandes, sobre todo los ojos y la boca. Sólo la nariz era recta, pequeña y afilada. Una criatura angelical, tan débil y tan frágil en apariencia, y tan hermosa y tan llena de vida al mismo tiempo.

Todas las mesas estaban reservadas. Dios sabe quiénes serían aquellas señoras tan elegantes, que hablaban en voz baja y lucían sus joyas y sus vestidos escotados ante los caballeros, que permanecían en la mesa sin quitarse la chaqueta. Los camareros, para ofrecer el vino, doblaban la espalda con los pies juntos, con mucho protocolo y reverencia. Luego permanecían en posición de firmes, con la botella envuelta en un paño blanco, a la espera de la aprobación de los clientes, antes de servir. La sala olía al humo de los habanos mezclado con el aroma de los platos y el olor excitante del café. Los empleados iban y venían manejando las bandejas con soltura, y sirviendo con exagerada pulcritud.

Como las margaritas que habíamos tomado me pusieron un poco alegrito, traté de hacerle a Olga unas carantoñas, y ella, sin avisar, me dio un fulminante codazo a la altura del hígado, que me quitó las ganas del cachondeo. En ese preciso instante, vimos llegar al doctor Santamaría del brazo de su esposa, seguido de Marina, la camarera que poco antes nos había acompañado a la mesa.

Santamaría era un hombre que dominaba la escena por su altura y distinción: esbelto, delgado, con una sonrisa permanente, gafas con montura negra y mirada profunda y afilada. Andaba con calma y elegancia. Mientras venía hacia la mesa, saludaba al personal y a los comensales con leves inclinaciones de cabeza. Vestía pantalón gris marengo, americana cruzada de color negro con botones dorados, camisa blanca y pañuelo de seda estampado en tonos azules y granates. Pero lo que realmente llamaba la atención era la cabeza rematada por una calva rotunda, muy brillante.

La esposa daba la impresión de ser una mujer amable y resignada. Lucía un vestido azul noche, con un lazo a la izquierda de la cintura y un chal de seda, echado sobre los hombros. Llevaba una fina gargantilla, reloj y pulsera de Cartier.

Cuando llegaron a la mesa, nos levantamos, no sin cierta dificultad por mi parte. Mi silla estaba pegada a la pared y tuve que permanecer encogido durante el saludo, sin poderme levantar ni ponerme de pie.

—Cariño —dijo Santamaría dirigiéndose a su esposa—. Siéntate al lado de Alberto; así hablaremos con más comodidad. ¿Te parece bien?

—¡Chico, chica, chica, chico! —se me ocurrió hacer aquel comentario que le había oído decir a “El Colilla”, el día que fuimos con las “modelos” al Pirata de Castelldefels, y enseguida me di cuenta de que había metido la pata—.

Olga los saludó con naturalidad, pero yo estaba deseando que todos se sentaran para dejar aquella incómoda postura. Santamaría separó la silla de Olga y de su esposa, y mantuvo cogido el respaldo hasta que se sentaron. A continuación se presentó.

—Alberto, celebro conocerte. Olga habla de ti a todas horas. Conchi, cariño —dijo dirigiéndose a su mujer—, Alberto es ese amigo de Olga, tan inteligente, del que te he hablado alguna vez.

Encajado entre el borde de la mesa y la pared, con las rodillas dobladas y procurando no empujar con la cintura, me costó mucho inclinar la cabeza como había visto hacer en las películas. Fueron sólo unos instantes, pero me encontraba en una situación extremadamente embarazosa.

—Señora —hice una leve inclinación de cabeza y después saludé a Santamaría—. Encantado, doctor.

Él siguió en su tono habitual, amable y sonriente.

—¡Qué envidia me dais! Tan jóvenes, con un maravilloso futuro y una espléndida vida por vivir. Cariño, ¿te acuerdas cuando éramos como ellos?

La señora levantó los ojos y cruzó con Olga una mirada de mal disimulado desprecio. Apenas se oía el ruido de los cubiertos. Llegó el maître y nos recomendó, unos platillos variados para empezar. Nos sirvieron champán Viuda, y Santamaría levantó la copa de finísimo cristal y la contempló con deleite: el vino resplandecía como oro líquido.

—Hay que reconocer que los franceses hacen las cosas bien —dijo satisfecho, mientras tomaba un pequeño sorbo—. Alberto, mira las burbujas al trasluz: un champán legendario, sofisticado y exquisito.

roan82@gmail.com

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