De película

Por Mariano Valcárcel González.

Había películas de hace años, decenios, a las que se denominó “de teléfonos blancos”. Eran películas de alta sociedad, comedias amables o musicales, en las cuales los teléfonos siempre eran, efectivamente, blancos o con detalles dorados, en contrapunto a los que conocíamos y ocasionalmente utilizábamos de baquelita negra e incluso sin disco marcador, pues el automatismo nos llegó bastante tarde a estas tierras jiennenses. Y aquellas elegantísimas damas y los caballeros con bigotito boquerón y miradas terribles usaban aquellos níveos teléfonos con una naturalidad y soltura sorprendentes, pues ni se preocupaban por el coste de la llamada que, a nosotros ‑de hacerlas‑, nos resultaban carísimas (y así seguimos con las llamadas desde los móviles).

También veíamos en las películas y luego en las series americanas unos aparatos domésticos desconocidos en nuestras casas. Aspiradoras, batidoras, frigoríficos, hornos… y desde luego televisiones. Toda una parafernalia de útiles de uso común y al alcance de cualquiera (o así nos parecía). Sobre todo en las pelis de color, muy llamativas.

Alucinábamos con aquello, porque nuestra realidad era radicalmente distinta. No dudábamos que eso existía, que había otro mundo que no era el nuestro, como tantas cosas no lo eran. Piscinas maravillosas, bañeras como piscinas, enormes carreteras para enormes coches y trenes sin locomotoras de carbón ni asientos de madera…

En nuestras viviendas, se lavaba en la pila, al aire libre y con agua fría, fuese el tiempo que fuese, frotando, restregando, haciéndose las mujeres sus manos polvo (a mi madre le sangraban las úlceras producidas por los sabañones); se fregaba también a pelo y de rodillas, con el estropajo y el jabón verde y el cubo de cinc. Las cocinas pasaban ‑y ya era una proeza‑ del carbón y el soplillo de esparto al petróleo, vendido con restricciones, pues se vendieron antes las cocinas cuando no estaba asegurado el carburante y luego fue el salto al gas butano; cuando esto último se produjo, ya se empezaban a superar las anteriores penurias.

El signo del cambio nos llegó, con toda certeza, con la televisión.

Lo revolucionó todo, lo cambió todo; incluso y sin advertirlo, hasta las mentalidades. Ya íbamos acercándonos al sueño americano. En mi casa, la televisión supuso la defenestración del enorme aparato de radio que nos había servido para oír Radio París o Radio Barcelona con sus programas de Navidad. Luego nos cambiamos de habitación soleada y muy aireada también (demasiado) a otra cerrada y sombría, por mor de la mejor visión de la pantalla y a acostarnos más tarde por seguir las series y programas de moda (y en ello se continúa). La posterior meta ilusionada fue que llegase pronto el color y juro que, sin tenerlo, hubo personas que aseguraban que en su tele veían en color…

Como los americanos ya habían llegado a nuestras tierras, por lo de las bases, todo se nos iba haciendo más evidente y cercano. De las gaseosas, marca El Pájaro,pasamos a la Coca-Cola sin transición. Y nos enteramos los de los pueblos que existían las hamburguesas y el ketchup y que eso era suficiente para comer ¡y mucho mejor y más rápido! Y lo asumimos con tal fe de conversos que, hasta ahora, nos dura el fanatismo y sus consecuencias en nuestra salud y nuestro peso. Aquello que se nos hacía lejano ya entre las imágenes de las viejas películas, se nos ponía al alcance de la mano y se nos hacía realidad en un franquismo en declive.

Llegaron acá los cacharros ya conocidos y por conocer, y ya se podían adquirir sin restricciones y sin versiones nacionales (que dimos siempre, por supuesto, que eran de ínfima calidad). Las estadísticas y los índices comparativos los fuimos pulverizando. Los últimos inventos y adelantos no nos son desconocidos y prácticamente los tenemos a nuestra disposición, como en el territorio americano. Hoy día sería completamente anacrónico el sentir un abismo diferencial entre lo que vemos allá y lo de acá, si no es para constatar que, a pesar de todo, todavía hay cierta resistencia entre nosotros a ser succionados y asimilados por lo de allá (aunque he de admitir que esta resistencia ya es mínima).

Dar fe del pasado que tanto nos ha marcado; dar cuenta de lo que no debe olvidarse; dar razón de lo vivido, como razón de lo que se vive y sentido de lo que se disfruta, es ejercicio necesario para entender, pensar y decidir en consecuencia. Y, muy importante, nunca creerse que el tiempo pasado fue mejor (ni mejor volver a ello).

 

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

Deja una respuesta