El neoclasicismo: David e Ingres

Por Juan Antonio Fernández Arévalo.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, las ideas innovadoras ligadas a la Ilustración cuestionan seriamente las estructuras políticas, sociales y económicas del Antiguo Régimen en Francia. La crisis económica, unida a la crisis de la Monarquía absoluta, desencadena un proceso revolucionario que culmina en la Revolución francesa.

Este contexto histórico se vería reforzado por un cambio radical en las ideas, que tendrá consecuencias en el mundo del arte. El arte aristocrático y alto burgués del rococó va a ser contestado y combatido por los filósofos y escritores más influyentes de la Ilustración, representada en buena parte por la Enciclopedia. Diderot, Voltaire, Rousseau… aportaron unas ideas de un mayor ascetismo moral, lo que, unido a otros acontecimientos destacados, como el descubrimiento de las ruinas de Herculano y Pompeya y la publicación de las obras de Winckelman reivindicando el mundo clásico, determinará la formación de un estilo que toma como espejo a Grecia y Roma. La eliminación de una decoración innecesaria, la simplicidad de las formas, el predominio del dibujo sobre el color y el equilibrio de la composición, serán características del nuevo estilo pictórico que, como no podía ser de otra forma, se llamará neoclasicismo.

Este movimiento artístico estará ligado fundamentalmente a Francia, especialmente a París. Ya dijimos que Francia recoge el testigo de Italia y lidera, durante los siglos XVIII, XIX y buena parte del XX, todos los movimientos que van surgiendo en el mundo del arte.

Entre los pintores neoclásicos destacan dos principalmente: Jacques-Louis David y Jean Auguste Dominique Ingres. Del primero, David, comentaré “El juramento de los Horacios”, y del segundo, Ingres, aunque de manera más breve, “La gran odalisca” o “La odalisca echada”.

DAVID: Fue un radical de la Revolución. Seguidor de Robespierre y de la línea dura revolucionaria, pintará un cuadro sobre la muerte de Marat[1], impresionante por su realismo y simbolismo revolucionario, que es el exponente de su compromiso con la Revolución, en su expresión más jacobina. Más tarde, tras la reacción termidoriana y el Consulado, después de pasar unos meses en la cárcel, no tuvo inconveniente en servir de buen grado al emperador Napoleón Bonaparte. Su “Coronación del emperador” y su “Napoleón a caballo, atravesando los Alpes”, verdaderas obras maestras, son magníficas muestras de su adaptación a los nuevos tiempos. Arnold Hauser, que dedica al pintor más de veinte páginas de su “Historia social de la literatura y el arte”, recuerda que los momentos de compromiso político de David, en una u otra opción política, son los más fructíferos y lúcidos, al contrario que su producción tras el exilio a Bruselas ordenado por Luis XVIII. De ahí deduce Hauser que el compromiso político, con lo que de adulación al poder pueda significar ‑añado yo‑, no está reñido con la calidad de la obra. Recordemos, en ese sentido, el ejemplo de Velázquez, un pintor esencialmente cortesano al servicio de Felipe IV, que, no obstante, es el pintor de la verdad.

Sin embargo, su obra neoclásica por excelencia es el “Juramento de los Horacios”, una auténtica pintura de Historia que engarza, como pocas, con ese espíritu ascético pequeño‑burgués de la Revolución, cuya mirada se dirige a Grecia y Roma, porque no encuentra en la historia de Francia los elementos necesarios para amoldar su estilo escueto, sin florituras, academicista, de composición sencilla, sin cromatismos exagerados, pero de fuerza y compromiso con una idea.

La obra está fundamentada en el Horacio de Corneille y en las Décadas de Tito Livio, y trata del juramento de los tres hermanos Horacio para luchar por la supervivencia de Roma, frente a los tres hermanos Curiacio, que defendían Alba Longa. Los tres Horacio dan un paso al frente y elevan sus brazos para jurar sobre las espadas que le presenta su padre. A la derecha, en actitud recogida y temerosa, están sus hermanas y, al fondo, una mujer protege a sus hijos.

 

El juramento de los Horacios (David).

En la composición, el pintor utiliza líneas rectas, verticales, para trazar los personajes masculinos, mientras las mujeres, abatidas y temerosas, parecen esconderse a uno y otro lado del fondo del cuadro, formando dos pequeños triángulos. Tres arcos de medio punto enmarcan la escena, dándole una mayor magnificencia. El movimiento no existe, porque al pintor le interesa resaltar la solemnidad y trascendencia del momento. Parece como una instantánea fotográfica que puede indicar la expresión de una idea perenne, la fidelidad a unos principios que permanecen inmóviles ante los avatares de la historia. No obstante, podría interpretarse la escena como una exaltación del héroe que defiende la patria. Pero… ¿qué patria? ¿Sería la patria de Luis XVI, que es quien encarga el cuadro a David? ¿O será la patria de ese Estado nuevo y revolucionario que se vislumbra en el horizonte? ¿Cuál es la pretensión y la finalidad del artista? Erika Bornay afirma que no se conoce ninguna actividad política de David antes de la Revolución de 1789, pero constata, más tarde, que «al encargarle, en 1790, la obra “El juramento del juego de pelota”, se dice lo siguiente: Para inmortalizar nuestras ideas hemos elegido al pintor de “Bruto” y “Los Horacios”, el patriota francés cuyo genio se anticipó a la Revolución»[2].

Desde el punto de vista pictórico, ninguna obra, en opinión de Erika Bornay, alcanza la síntesis equilibrada de David, entre forma y contenido. Ya hemos hablado del contenido, interesante y polémico en cuanto a la intencionalidad del autor y a su simbolismo.

Respecto a la forma, el cromatismo intenta no desviarnos de la atención al dibujo, quizás lo más importante en el neoclasicismo davidiano. Se trata de un cromatismo equilibrado, en donde el rojo adquiere una gran importancia como expresión de la pasión; en este caso, de la pasión por la Patria (¿Roma‑Revolución?). Colores fríos, grises, ocres, tierras, suavizan la calidez del rojo de la capa del padre y del Horacio más próximo. Y el dibujo es académico, cartesiano, sencillamente perfecto, armónico y equilibrado.

La luz, sin embargo, sigue la influencia de Caravaggio. Entra por la izquierda, iluminando a los hermanos Horacio, reflejándose en el padre y extendiéndose a las mujeres de la derecha, mientras que en el fondo, otra mujer, con sus hijos, permanece en las sombras. Podríamos decir aquí, como una broma, que la sombra de Caravaggio es alargada (siguiendo a Gerardo Diego). De todas maneras, David no cae en el tenebrismo, más propio de la primera etapa del barroco.

Como conclusión, diremos que el éxito del “Juramento de los Horacios” significa la derrota de un artificioso rococó y la victoria de un nuevo estilo monumental, a tono con la grandeza clásica de Grecia y Roma. El amor a la libertad y a la patria, el heroísmo y espíritu de sacrificio, el rigor espartano y el autodominio estoico sustituyen a la frivolidad de una burguesía ensimismada.

Delacroix, que no era, precisamente, amigo de David, llamó a éste «Le pére de toute l’ecole moderne», y lo era en un doble aspecto: a) como creador de un naturalismo burgués sencillo, digno y severo; y b) como renovador de los cuadros de Historia. No es pequeño su legado artístico.

INGRES: Si David tiene un paralelismo con el más puro renacimiento, Ingres da un paso más y sigue la estela del manierismo, apuntando también hacia el próximo estilo romántico.

En “La gran odalisca” o “La odalisca echada” (o recostada), Ingres intenta la búsqueda del ideal femenino a través del desnudo. Admirador y seguidor de Rafael, hace un guiño a éste colocando un turbante a la odalisca[3], semejante al de “La Fornarina”. Sin embargo, con su desequilibrio anatómico[4] (el alargamiento de la espalda especialmente), en un dibujante tan extraordinario como Ingres, consigue una sensualidad que ignora el neoclasicismo ortodoxo de David y las ideas puritanas de la Revolución, aproximándose al romanticismo al que, sin embargo, detesta. Su espalda sin fin, el alargamiento de los brazos, su mirada melancólica y su posición insinuante dotan a la obra de un palpitante erotismo, nada procaz, que está moderado por el buen gusto. Esa concepción formal de su pintura[5] ejercerá una influencia nada despreciable en las obras de Renoir, Picasso y Modigliani.

 

“La gran odalisca” o “La odalisca recostada” (Ingres)

Por otra parte, no puede desdeñarse el tema escogido que, hasta entonces, era poco utilizado en la historia de la pintura. Su interés por los temas exóticos de ambientación oriental, principalmente turcos, que podemos ver reflejados en los accesorios del cuadro que comentamos (el turbante, el abanico, la pipa, las lujosas sedas) y que repite en muchas de sus obras, le convierte en un pintor especial, que se sale de la órbita natural de la pintura europea. Pintor controvertido, incluso para Baudelaire, uno de sus mayores críticos, nadie puede negarle su gran capacidad para el dibujo y el color (las carnaciones de sus desnudos son, sencillamente, espléndidas). Y su dominio del volumen le acerca a un precubismo, que veremos más desarrollado en Cézanne, y que culminará en Picasso. No es poca cosa.

Cartagena, 26 de octubre de 2014.

jafarevalo@gmail.com

 



[1] Asesinado, mientras escribía metido en su bañera, por Charlotte Corday.

[2] La frase textual aparece en la pág. 52 del tomo 8 de la “Historia del Arte”. Ed. Planeta. Barcelona, 1986. Esta frase se presta a cualquier comentario. Yo pienso que David no era demasiado partidario de la Monarquía absoluta, como se demostró unos cuantos años después; pero, por otra parte, su adaptación a la época napoleónica suscita dudas sobre sus convicciones políticas, aunque hay que decir también que Napoleón se diferenciaba sustancialmente de las ideas borbónicas. En todo caso, no parece que la obra que comentamos quisiera hacer apología de una patria ligada a Luis XVI, a cuya ejecución contribuyó el propio David con su voto.

[3] Una odalisca era una esclava distinguida y seleccionada por el sultán turco destinada a su harén. El genial Amadeus Mozart había tratado el tema de las odaliscas, tan presente en la pintura de Ingres, en “El rapto del serrallo”.

[4] El manierismo se hace presente en esta pretendida deformidad anatómica, como lo es en Miguel Ángel o El Greco.

[5] Para Ingres, «La forma es el fundamento y la condición de todas las cosas».

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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