Por Mariano Valcárcel González.
¿Usted sabe con quién está hablando?
¡Ja!, la gran impostura. Que la arrastramos desde quién sabe cuándo, pero que ya en el Lazarillo se nos retrata muy bien, yo diría que tristísimamente bien.
Somos los campeones en la credulidad borreguil, en dar por sentado que lo que se aparenta es lo que se es, y lo escribo por la evidencia cotidiana; pero, a la vez, maliciamos, barruntamos, aseguramos que eso ya lo sabemos, que damos por descontado que detrás del escenario, de la representación, hay trampa. Lo cantan en la zarzuela castiza: «Tanta sombrilla blanca, tanta farola… y el puchero en la lumbre con agua sola».
Somos así de incongruentes, de paradójicos. Afirmamos lo cierto y lo contrario. Y nos quedamos tan a gusto.
Estas son cosas arrastradas y que van, se ve, con nuestra idiosincrasia, o con nuestra inveterada afición a la picaresca, al disimulo, al engaño, a la prepotencia. Gallos de pelea sin espolones.
Un jovenzuelo, un tal Francisco Nicolás (ya le nombran “El pequeño Nicolás”), ha sido en estos días modelo de la impostura. Magnífica representación para incautos que, sin embargo, llevó adelante hasta cotas increíbles… ¿Cómo se cuela un pibe imberbe en el Palacio Real, como un invitado más en la recepción de Estado de los nuevos reyes? ¿Cómo se presenta y se coloca en mesas de presidencia de actos del ex presidente Aznar, en los de su señora alcaldesa, en foros de empresarios, en…? ¡En foros y actos en los que se supone que se debe saber quiénes integrarán (y el porqué) sus presidencias, quiénes deben ser invitados (y por qué)! Miren por donde que, hasta que el pollo no intentó picar en el recinto de la embajada USA, no se empezó a averiguar su verdadera identidad y peso.
Los trucos, por manidos no eran menos eficaces: apariencias, apariencias y apariencias… Y todo el mundo picando el anzuelo. Se ve que el coche de alta gama, el traje y la corbata, la gomina, los modos de suficiencia y cierta conducta despectiva para con el que se cruce en el camino, intentando saber demasiado, son poderosos instrumentos de engaño. Y labia, mucha labia, a la vez contenida cuando se intente dar la impresión de confidencialidad, de cierto secreto (de ahí lo de agente del CNI) y cierto poder del que todo el mundo tiene constancia, pero que no conviene difundir… El mundo viejo de los chanchullos, la trapacería, los regates bajo cuerda, las influencias…
Este joven había aprendido muy pronto, lo que denota o mucha inteligencia, o mucha capacidad de inventiva o un trastorno grave de la personalidad. Porque a otros les costó años, como a Roldán, indigno mentiroso y ladrón; como a Paesa, su socio y judas (y estos dos sí que tenían contactos y accesos a ciertas estructuras del Estado); como a Genaro García, mantenedor y beneficiario de una empresa que en realidad quedó vacía; como los de Afinsa o Fórum Filatélico; como los bancos que vendieron “preferentes” que eran farfolla en papel mojado; como tantos otros vendedores y hacedores de humo.
En mi pueblo había un bar céntrico, citado en sus escritos por Muñoz Molina: el bar Monterrey. Todo el que quisiera ser conocido en la población debía pasarse por el mismo. Allí se lustraban los zapatos los señoritos de medio pelo, se tomaban el café los que no pertenecían al club/casinillo de más abajo, íbamos los mocicos a ver lo que por allí se veía (o concertados en alguna cita interesante y muy esperada), pasaba las tardes el malogrado torero y su corte… Y, claro está, se llegaban de inmediato quienes eran nuevos en el pueblo y pretendían conocer y darse a conocer. Un truco, muy utilizado por los que pretendían hacer “negocios” a costa de los supuestos pardillos de la población local, era entrar en el bar como elefante en cacharrería, parafernalia de auto nuevo o molón, repeinada cabellera, traje y corbata impecables y resolución, mucha resolución. Voz alta y cubata o güisqui sin escatimar, para el sujeto y para quien se le acercase con intención de gorroneo… El cebo. Convidadas y pagos en billetes contantes y sonantes, bien mostrada la billetera con abundancia de ellos. Se preparaba el terreno concienzudamente y se esperaba a que esos pardillos picaran. Ciertamente no todos lo hacían así y no todos eran tan hábiles…, que se les veía venir desde lejos; pero los profesionales del engaño, los “nicolases”de entonces, lo lograban.
Luego te enterabas que tal o cual perla, que habías visto con asiduidad en el local citado (y se le veía en otros también claves para sus negocios), o había puesto tierra de por medio, dejando a alguno con el culo al aire, o había sido detenido por intento o por estafa consumada. Le daban vidilla a la monótona sociedad local.
Y en ello andamos: en políticos que declaran titulaciones académicas que no poseen; en empresarios que van de estafa en estafa hasta que lo dejan todo esquilmado; en casos tan absurdos como el de Nicolás; y en otros peores, que de vez en cuando se conoce de algún practicante de la medicina ¡y ejerciente en organismos públicos!, que ni es titulado ni nunca estudió tales disciplinas. La farsa como oficio.