Por Juan Antonio Fernández Arévalo.
Como dijimos en el artículo anterior, la actividad febril de los siglos de oro (XVI y XVII) generó un cierto agotamiento de ideas que dificultó el surgimiento de figuras tan señeras como Miguel Ángel, Tiziano, Tintoretto, El Greco, Rubens, Velázquez o Rembrandt, pero no impidió un giro espectacular en el gusto por el arte, por la sensualidad, el goce estético, el hedonismo o el protagonismo de la mujer[1] no solo como objeto pictórico de primera magnitud. El siglo XVIII es un siglo en que empiezan a forjarse las raíces de la libertad y el arte de la pintura no hace más que adelantarse a esa fiesta en que la libertad y la razón rompen los corsés impuestos por el dogma, la tradición y la moral. Por eso se le llama “El siglo de las luces”.