Por Juan Antonio Fernández Arévalo.
Como dijimos en el artículo anterior, la actividad febril de los siglos de oro (XVI y XVII) generó un cierto agotamiento de ideas que dificultó el surgimiento de figuras tan señeras como Miguel Ángel, Tiziano, Tintoretto, El Greco, Rubens, Velázquez o Rembrandt, pero no impidió un giro espectacular en el gusto por el arte, por la sensualidad, el goce estético, el hedonismo o el protagonismo de la mujer[1] no solo como objeto pictórico de primera magnitud. El siglo XVIII es un siglo en que empiezan a forjarse las raíces de la libertad y el arte de la pintura no hace más que adelantarse a esa fiesta en que la libertad y la razón rompen los corsés impuestos por el dogma, la tradición y la moral. Por eso se le llama “El siglo de las luces”.
Las fêtes galantes con las que nos obsequian los pintores franceses del rococó son la expresión de la alegría de vivir, de la libertad sexual, de la exaltación de la vida pastoril, de la felicidad basada en el hedonismo de la juventud, en el juego ingenioso y libertino, en la exuberancia de la decoración, en la afectación y la frivolidad, en la representación de lo lindo más que de lo hermoso. Claro que todas estas sensaciones y emociones suceden en un ambiente reservado a una clase social concreta: la aristocracia y la burguesía[2], despreocupada por los problemas vitales de las clases más humildes.
Y tampoco podemos decir que falten pintores con el talento necesario para llevar a la práctica estas nuevas formas de entender el arte. Francia lidera, por primera vez desde el gótico, un movimiento artístico que, aunque no tenga el carácter de universalidad del barroco, sí parece ser un estilo nuevo, levantado como tal, tras el proceso degenerativo del barroco. Me estoy refiriendo al rococó.
Hasta hace poco tiempo se había pensado que se trataba de un barroco decadente (como el churrigueresco español)[3], en donde la decoración y el gusto por lo bonito, lo pequeño, lo refinado y lo superfluo habían sustituido a la grandiosidad, el empaque y la solidez y consistencia del barroco clásico. Pero, poco a poco, se fue abriendo camino, quizás no tanto como con el manierismo, la idea de un estilo nuevo, más fugaz, pero más divertido y gozoso a los sentidos, menos trágico y más alegre que el anterior.
Los primeros pasos del rococó fueron saludados con desprecio intelectual. La propia etimología del término tiene un sentido peyorativo. Vinculado a las palabras rocaille y coquille (‘roca’ y ‘concha’, respectivamente) parecía estar reducido a aspectos decorativos; sin embargo, el nuevo estilo es más, mucho más, que un estilo decorativo: es dibujo, color, luminosidad, buen gusto, refinamiento en el vestir, disfrute de la vida, exaltación del amor. No es, por tanto, un arte menor, aunque a simple vista pueda parecerlo.
Tres países pueden destacarse en estas nuevas formas de expresión pictórica, aun cuando cada uno de ellos tenga personalidad propia y diferenciada.
1. FRANCIA. Como he apuntado antes, Francia lidera con voz clara este movimiento, hasta tal punto que el estilo ha sido vinculado al nombre de su rey: Luis XV. El estilo Luis XV queda en la cultura histórica del arte como refinamiento en el diseño del mueble, en la vestimenta de las clases pudientes, en la decoración de unos palacios recargados de motivos bellos y atractivos a la vista. Un estilo (y también una moda) sobrevalorado en su cotización por parte de los consumidores de piezas artísticas: pinturas, cerámica, espejos, lámparas, muebles…[4].
Sobresalen tres pintores, que saben extraer la médula de una sociedad aristocrática, opulenta y descreída del siglo XVIII.
Antoine Watteau, el fundador, es un teórico empapado del arte clásico que conoce bien los instrumentos formales de la pintura veneciana. Enfermo desde joven, trabaja con una intensidad febril durante toda su corta vida, dotando a su obra de una gracia y donosura especial que acompaña con un sentido melancólico ante la vida, al no poder participar de ese goce sensual que describe con tanto fervor. Su “Embarque a Citerea”, una pequeña joya del arte, tiene el carácter simbólico de una marcha hacia el paraíso soñado, hacia la Arcadia feliz que tanto envidia. Y en su “Gilles”, la figura de un payaso, condensa la tristeza de un hombre atormentado que se refugia en su estudio sobre el arte, en la defensa de este arte nuevo. Muere con 37 años, la misma edad que Rafael; y, sin embargo, como éste, tiene una prolífica producción que compensa su quebradiza salud. Es Watteau el punto de referencia del rococó francés, un estilo donde el placer, la juventud, la sensualidad y un paisaje idílico ocupan el centro de atención del artista.
Boucher, es más explícito en el goce sensual. La mujer y el amor constituyen el Leitmotiv de su pintura, plena de un erotismo amable, en donde el desnudo femenino, tomado de la mitología clásica, se convierte en el eje de su pintura. Siguiendo la estela de Rubens, sustituye la exuberancia formal del pintor flamenco por un estilo más recogido, menos contundente, más en la línea de Giogione. Una vez más es lo lindo, lo bonito, lo insinuante, el erotismo tomado como un juego en el que Venus, la diosa del amor, es la reina triunfante; pero la diosa no está sola, sino que la acompaña con una ornamentación formada por rocas, conchas, corales, espuma marina y olas, con el agua siempre presente, lo que añade refinamiento, elegancia y voluptuosidad a sus desnudos.
Fragonard, que cierra el ciclo del rococó francés, superando, si cabe, o perfeccionando, mejor, la factura de un estilo que, sin dudar, se convierte en un estilo con alas propias, sin asideros en el barroco del siglo anterior. Sus colores claros, puros (azules cielo, verdes de floresta, rosas deslumbrantes); su decoración de flores, conchas, rocas marinas; sus figuras, llenas de gracia y juventud y no exentas de erotismo, aunque menos explícito que el de Boucher; sus composiciones en diagonal tan afines al rococó (y también al barroco) son la expresión de una personalidad genuina. Entre sus cuadros más conocidos y bellos está “El columpio”, una obra de pequeño formato (81×65 cm), pintada en 1767, todo un compendio de las características del rococó en Francia, por sus colores pastel, que le dan un aspecto de cuento. El rosa, el gris, el verde y el azul se entrelazan delicadamente en una composición en diagonal, llena de gracia, insinuación y frivolidad.
El argumento es el siguiente: una joven perteneciente a la aristocracia o a la alta burguesía, toda vestida de rosa, se mece en un columpio empujada por un señor maduro, que pudiera ser su marido, y contemplada por un joven galán, colocado bajo una estatua de Cupido, dios del amor, que pudiera ser su amante, en una época donde el adulterio en la clase alta era, al parecer, algo corriente y tolerado la mayoría de las veces. Era, una vez más, el juego del amor en su fase de flirteo y coquetería, en medio de un paisaje verde que contrasta con el rosa de la joven y el gris de un galán un tanto envarado o embelesado ante el desafío de la joven, y todo envuelto de un azul nebuloso, que destaca aún más el rosa. La floresta verde envolviendo el conjunto rosa de la joven, que parece sobresalir del cuadro, como si fuese un relieve, con el detalle frívolo de un zapato que se escapa del diminuto pie, prestan a la escena un ambiente propicio para el juego amoroso[5].
El Columpio. (Fragonard).
2. INGLATERRA. En Inglaterra, posiblemente sea la pintura el arte más vinculado con el rococó, teniendo al retrato y al paisaje como los géneros pictóricos a los que se dedicaron los pintores más destacados: Hogarth, Reynolds y Gainsborough.
El retrato, de amplia raíz en Inglaterra, había alcanzado una calidad y elegancia notables, gracias a pintores excelsos como Antonio Moro, Hans Holbein o Antonio Van Dyck. Ellos fueron el modelo de los retratistas ingleses del siglo XVIII, especialmente Reynolds y Gainsborough, puesto que Hogarth, que primeramente adopta una actitud moralizante en su pintura, luego satírica y finalmente ligada a las clases populares, encaja menos con el rococó imperante y con el gusto delicado y festivo de las clases altas.
Reynolds es un pintor especializado en retratos, sobre todo de niños pertenecientes a la aristocracia o alta burguesía, niños bien vestidos que posan deliberadamente para el pintor, lo que no resta un ápice de la belleza y delicadeza con que Reynolds trata el tema. Por eso, los niños de Reynolds difieren tanto de los de Ribera, Velázquez o Murillo. Y no es que les falte belleza a los bellos modelos del inglés, pero sí la espontaneidad de los niños de Velázquez[6], o el realismo idealizado de los pilluelos de Murillo o la realidad descarnada del niño cojo de Ribera, en cuyos casos, si hay posado, no es tan evidente. En definitiva, unos retratos infantiles, los de Reynolds, de gran belleza formal, siguiendo el camino de Aníbal Carracci, y de un cromatismo brillante, tomado de los clásicos, sobre todo de Tiziano, envueltos en un suave difuminado, aunque posiblemente retocados en exceso. En todo caso, los niños de Reynolds transmiten una inocencia, una gracia y una armonía formal, casi únicas en la historia de la pintura.
En cuanto a Gainsborough, sus retratos llenos de fidelidad al modelo, extraído de la alta sociedad inglesa, tienen como novedad y aportación a la pintura el ir acompañados de paisajes suaves y simples; a menudo, casi esquemáticos, que engarzan perfectamente con las figuras humanas. Suelen ser cuadros en donde se funden, con toda naturalidad, dos géneros en uno: por una parte, el retrato, que sigue la escuela inglesa, con Van Dyck como prototipo; y, por otra, el paisaje sencillo y luminoso, casi idílico[7], que será el punto de arranque de paisajistas tan notables como Constable y Turner. El empleo de colores pastel, en donde predominan los rosas, azules y verdes, combinados con ocres poco encendidos, recrean unas escenas poéticas que alegran la vista del espectador. Como sucede en el cuadro que presentamos: “El señor y la señora Andrews”, un clásico matrimonio de la alta burguesía, en el que él posa con traje de cazador, acompañado de un perro, y ella espera sentada en un banco, colocado de manera artificial debajo de un árbol y en medio de un paisaje bucólico, claramente diferenciado de las figuras de la pareja, aunque no tenga la fuerza expresiva de los paisajes que luego nos brindarán los paisajistas citados. Si lo comparamos con Reynolds, quizá le falte su acabado academicista; pero la delicadeza del trazo y de la pincelada confirman un conjunto de una belleza serena y apacible.
“El señor y la señora Andrews”. (Gainsborough).
3. ITALIA. Al contrario que Francia, Italia pierde, por primera vez desde hacía más de dos siglos, el liderazgo artístico. Y será Francia, principalmente, quien tome el relevo a través de movimientos artísticos como el rococó, el neoclasicismo, el realismo y el impresionismo.
No obstante hay tres pintores italianos que merecen destacarse en el siglo XVIII: Canaletto, Guardi y Tiépolo.
Tanto Canaletto como Guardi son excelentes vedutisti, que pintan vedute: vistas de la ciudad de Venecia. Los rincones más bellos de la ciudad de los canales son retratados por Canaletto, con un gran realismo, aunque con la luminosidad y el color del nuevo estilo rococó. La plaza de San Marcos, la iglesia de Santa María de la Salute, el Gran Canal, el puente de Rialto, son auténticas postales; de ahí el nombre de veduta (‘vista’) con que los historiadores han señalado este tipo de pintura descriptiva, casi fotográfica, con utilización de la cámara oscura para dar una luminosidad especial, como vimos en Vermeer.
Vistas del Gran Canal y Santa María de la Salute. (Canaletto).
Guardi, por su parte, aunque toma las mismas o parecidas vistas que Canaletto, se aparta de éste en el tipo de pincelada, más suelta, más desordenada, más impresionista y, por lo tanto, más moderna. De la precisión en el dibujo con que nos obsequia Canaletto pasamos a la insinuación, a la impresión del momento, al dibujo inacabado de Guardi, aunque con una luz tan desbordante como el primero.
Sin embargo, será Tiépolo el más brillante de todos los pintores italianos del XVIII, el mejor pintor desde Tintoretto, según reconocidos historiadores. Pinta en Italia, pero también en Alemania, Austria y, sobre todo España, adonde acude de la mano del rey de Nápoles, que acaba siendo rey de España (Carlos III), a la muerte, sin sucesión, de su hermano Fernando VI. Tiépolo es uno de los dibujantes más poderosos de la historia de la pintura y un colorista espléndido, que utiliza colores claros, nítidos, suaves, propios del rococó: azules, blancos, amarillos claros, rosas, en que las figuras humanas se combinan con elementos arquitectónicos, creando un cierto ilusionismo visual.
Es, por otra parte, pintor al fresco de bóvedas, destacando la del Salón del Trono del Palacio Real de Madrid, dedicada a la gloria de la Monarquía española. Sus figuras parecen flotar, en un aire límpido y purísimo, sin el recargamiento y abundancia del barroco. Su pintura se aligera con dibujos menos cargados, más sutiles, y colores más blandos y etéreos. Podríamos decir que la obra de Tiépolo es primorosa, linda, que no nos cansamos de admirar, porque transmite paz y sosiego; pero hemos de reconocer también que, a veces, por su dominio de la escenografía, resulta un poco teatral en su definición pictórica.
Cartagena, 13 de octubre de 2014.
[1] La influencia de las mujeres es muy importante, sobre todo en Francia. La marquesa de Pompadour, amante y favorita del rey Luis XV, tiene una frenética actividad, ya sea en el sentido amatorio, como en las decisiones políticas o las intrigas palaciegas e, incluso, en el aliento e impulso de la Enciclopedia dirigida por Diderot, D’Alembert, Voltaire y otros.
[2] El arte pasa de los salones regios (arte cortesano) a los hotelitos y las mansiones de la nobleza y de la alta burguesía (arte burgués).
[3] Aunque hemos de admitir que entre el churrigueresco y el rococó existen bastantes similitudes.
[4] Conozco algunas tiendas de antigüedades y he podido comprobar el aprecio (y sobreprecio) de piezas acompañadas de la señal distintiva del estilo Luis XV.
[5] El amor lleno de banalidad o, más bien, el juego del amor está presente continuamente en el rococó. En este sentido, madame Choiseul hace una declaración en consonancia: «Ámese lo que sea; siempre está bien amar».
[6] Charles Blanc decía que las figuras de Velázquez «no posan: son». El príncipe Baltasar Carlos y la infanta Margarita, en sus numerosos retratos, destacan por su naturalidad.
[7] La referencia a Fragonard se hace pertinente.