“Barcos de papel” – Capítulo 04 b

2.- La pensión de Catalina

A la mitad de la calle Olzinellas, entre la plaza de Sans y la iglesia de san Medin, en la tercera planta de la pensión Habana, tenía su hogar mi amigo Emilio Soto Alba. Allí vivía desde que, injustamente, lo expulsaron del colegio, en una habitación interior de unos escasos ocho metros cuadrados. Se había convertido en un joven saleroso y bien plantado, pero con la misma pinta de caradura que había tenido siempre: ojos brillantes y expresivos, boca alegre y desvergonzada, risa irónica y burlona, y una expresión aguda e ingeniosa. Tenía el pelo largo, negro y brillante, como de seda; pero lo más llamativo era su divertido desparpajo de vendedor de chiringuito playero.

Entró en la pensión como un torbellino, llamando a la patrona: una rubia teñida, esbelta y guapetona, de mirada insinuante, que salió a recibirnos secándose las manos en el delantal. Llevaba los labios muy pintados, el pecho empinado por el sujetador, la falda por encima de las rodillas y zapatos de tacón alto.

—Catalina, aquí tienes a mi amigo Alberto: somos como hermanos y nos conocemos desde pequeños. ¿Qué te parece? Todo lo que sabe de la vida lo ha aprendido de mí —dijo “El Colilla”, con su modestia habitual—.

Catalina era viuda desde la muerte de Ramón. Ella y su hija Katia estaban al cargo de la pensión. Quiero aclarar, para que nadie me tache de embustero, que Katia no se llamaba así: cuando nació la niña, Ramón y Catalina barajaron nombres, y consultaron con el cura, sin resultados satisfactorios, hasta que cayeron en la cuenta de que llamarla como su madre, no estaría nada mal. O sea, que también se llamaba Catalina; lo de Katia fue una ocurrencia de la muchacha cuando vio “Atraco a las tres” de la despampanante Katia Loritz. Desde aquel día se apropió del nombre de la actriz.

Además de “El Colilla”, se hospedaban también, en la pensión, Benito Lameiras, un gallego muy imaginativo, que se pasaba la vida buscando trabajo sin resultado; un matrimonio de la provincia de Tarragona, Pepita y el señor Sindreu; Olga, una muchacha joven que trabajaba de enfermera; y Lorenzo Belastegui, un chicarrón del norte, que estaba a prueba como portero en el equipo juvenil del RCD Español. Los viernes venía a dormir Fina, una sobrina de Ramón, que estaba sirviendo en la Bonanova, y aprovechaba los fines de semana para ir al cine o al baile con su prima.

—Alberto y yo somos muy diferentes —le decía “El Colilla” a la patrona que estaba encantada de escucharle—. Yo soy más abierto y tengo mejor carácter. Me lo decían los curas; tengo otra dimensión social. Alberto es más serio y más responsable; o sea, más profundo. ¿Me entiendes Catalina? Es como un hermano pequeño. ¿Qué te parece?

—Muy guapo —contestó mirando la cicatriz de la ceja y plantándome dos besos intensos y sonoros—. ¿Has comido?

—Pues la verdad es que no.

—Enseguida estará la cena. En esta casa hay pocos lujos; tenemos días buenos y malos como todo el mundo, pero somos una familia.

El fuerte olor a patatas fritas con pimientos que salía de la cocina, le recordó que tenía la cena en el fuego.

—Perdonadme, os tengo que dejar. Emilio, por favor, enséñale la habitación.

“El Colilla” me hizo un guiño, cogió la maleta y me acompañó a mi cuarto. Como no se me ocurría nada interesante que decirle, mientras sacaba la ropa de la maleta le pregunté cuándo podría empezar a trabajar. Se produjo un incómodo silencio que rompió a los pocos segundos echándose a reír, diciendo que en el laboratorio estaban a punto de empezar las vacaciones y no podría comenzar hasta septiembre. No supe qué contestar; estaba tan agotado por el viaje, que no tenía el cuerpo para discusiones.

—Este mes lo dedicaremos a divertirnos, que buena falta te hace después de tantos años de vida monacal. ¿Tienes bañador? Lo digo porque mañana vamos a la playa. Ya verás qué chavalas.

Después de cenar, se puso a hablarme de sus novias y, cuando vio que se me empezaban a cerrar los ojos, me dio las buenas noches, encendió un cigarrillo y se escabulló de la habitación. Me eché sobre la cama y abrí Juguetes del viento, de Matthew Colman, con la intención de leer un poco antes de dormir. El libro decía que la monotonía y el aburrimiento conforman un estilo de vida tan estéril, que impide el crecimiento del entusiasmo en nuestro interior. Se necesita ilusión para vivir a gusto con nosotros mismos y debemos hacer llegar esa ilusión a los demás. Subrayé la idea.

roan82@gmail.com

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