1.- Bailes, teatros y cabarés.
Dos días antes de ponerme en camino, “El Colilla” me llamó por teléfono y me dijo que no cogiera un taxi, cuando llegara, si no quería pasarme la tarde haciendo turismo por la ciudad. No lo entendí, aunque me insistió mucho.
—Frente a la estación de Francia verás una parada de tranvías; coge el 57 y dile al cobrador que te avise cuando lleguéis a Sans. Una vez allí, pregunta por la pensión Habana en la calle Olzinellas. Es muy fácil. Todo el mundo la conoce.
—No se queden en la puerta —repetía el cobrador cada vez que subían nuevos pasajeros—. Pasen al fondo, que en el fondo hay sitio.
Era una noche de sábado, una de esas noches veraniegas en que toda la ciudad busca en las calles, las terrazas y los espectáculos olvidar los problemas. Asomado a la ventanilla, veía caer la noche sobre la ciudad, contemplaba las espléndidas avenidas y observaba el reflejo de las luces del puerto temblando sobre el mar. Yo tenía dieciocho años; era la primera vez que veía Barcelona y todo aquello era para mí una novedad. Tiempos felices, tiempos de ilusiones con toda una vida por delante. Una vida prometedora, sin grandes problemas ni complicaciones.
El tranvía avanzaba entre la densa circulación. Taxis, coches y autobuses se detenían ante los semáforos y, al instante, volvían a arrancar, obedientes a los discos que se encendían y apagaban como por arte de magia. Aunque algo aturdido por el ajetreo del tren, que llevaba metido en la cabeza, me emocionó contemplar el monumento a Colón, que tantas veces había visto en el NO-DO, antes de la película. Luego enfilamos una ruidosa avenida con obras en el centro de la calzada, señalizadas con bombillas de color rojo. Era excitante escuchar el rumor del tráfico, mezclado con el trajín incesante de las palas mecánicas.
A uno y a otro lado de la calle, centelleaban incontables rótulos luminosos alrededor de las imágenes de artistas conocidos: Luis Cuenca, Johnson, “El Rey del Molino”; vedettes de moda, Tania Doris, las chicas de Colsada, y la popular Lina Morgan. La gente hacía cola ante las taquillas del Condal, el Molino, el Cinerama y la sala de fiestas Apolo. Bailes, teatros, cabarés… ¡Qué gran ciudad!
A la entrada de la plaza de España, donde hay actualmente un cuartelillo de la Policía Municipal, había entonces una cervecería muy conocida, con una terraza impresionante y tres o cuatro camareros, que hacían auténticos malabarismos con las bandejas colmadas de jarras de cerveza. Era un espectáculo sensacional. En el aire, flotaba un delicioso olor a salchichas de Frankfurt y a calamares a la romana.
—¿No me dijo que le avisara cuando llegáramos a Sans? —me preguntó el cobrador, al enfilar una calle llena de comercios a uno y a otro lado—.
—Sí, señor —contesté—. ¿Es la próxima parada?
—No; pero ya puede empezar a prepararse.
Sin soltar la maleta, recorrí el vagón, pidiendo disculpas, y me coloqué frente a la puerta. Tenía la sensación de que todos me observaban.Cuando el revisor me lo indicó, bajé a la acera y me quedé mirando a uno y a otro lado, sin saber adónde ir. Pasaron dos coches de policía, atronando la calle con el zumbido de las sirenas y con las luces giratorias encendidas. Miré a mi alrededor, y “El Colilla” no estaba.
—¿Dónde se habrá metido? Seguro que se ha olvidado de que venía y estará por ahí haciendo de las suyas. ¿Será calamidad? Como si no supiera que es la primera vez que vengo a Barcelona —murmuré casi en voz alta—.
Los establecimientos empezaban a bajar las persianas. Me encontraba perdido en medio de la acera, con la maleta en la mano, sin saber adónde ir, entre los peatones que iban y venían a toda prisa.
—No hay que darle más vueltas —dije para consolarme—. A este insensato se le ha olvidado que venía; y, encima, acabará echándome la culpa. ¡Bonito es! Dirá que le había dicho que llegaba mañana, o ¡vaya usted a saber! Aunque no sé de qué me extraño —pensé para mis adentros—; hace un montón de años que lo conozco y no es la primera vez que me hace una trastada parecida.
Resignado ante la situación, saqué el papelito con el nombre de la pensión y, a la primera pareja que pasó (una señora gorda y un caballero muy atildado, casi calvo), le pregunté si podían ayudarme. Me estaban indicando que cruzara la calle y siguiera unos trescientos metros en línea recta, cuando oí unas voces y una carcajada.
—¡Joder, “Mosquito”! ¡Ya era hora! ¡Llevo esperándote desde las siete! He ido a tomar una cerveza al bar del Saturnino, porque ya estaba desesperado. Pensaba que no venías.
Me obsequió con un abrazo y un generoso repiqueteo de golpes en la espalda; cogió la maleta, se la echó al hombro como una pluma, y me dijo en plan de guasa.
—¡Hay que ver el buen resultado que dan las maletas de madera!
Yo le seguía sin decir una palabra; pero él no paraba de hablar y de reír con su espontáneo gracejo de charlatán de feria. Saludaba a cualquiera que pasara a nuestro lado, pregonaba que había llegado su amigo Alberto y que a su lado acabaría de hacerme un hombre. Se notaba que era muy popular.
—“Mosquito”: Barcelona es un pueblo. Aquí todos nos conocemos. ¿Lo ves?