La rendición de Breda

(Velázquez: Obras de madurez, 2)

INTRODUCCIÓN: Es comúnmente conocido que Velázquez hizo su primer viaje a Italia en compañía del marqués de Spínola, con quien, al parecer, trabó amistad durante la travesía marítima, hasta llegar al puerto de Génova. No es inverosímil que el pintor escuchara de labios del general la descripción del sitio de Breda. Y, aparte de tomar apuntes y notas, como opinan muchos historiadores, retendría mentalmente el ambiente físico del escenario de la batalla y, sobre todo, recogería las características psíquicas en que se desarrolló la entrega de las llaves de la ciudad.

Esta probable narración del máximo protagonista de la contienda constituiría una base importante de los pormenores de la batalla, a la que se añadirían otros elementos como la obra dramática de Calderón de la Barca, “El sitio de Breda”, y algunas tarjetas holandesas sobre el escenario bélico, unas contemporáneas y otras anteriores a la fecha del sitio, que tuvo lugar en 1625. Velázquez, sin duda, supo “filtrar” todos estos datos para realizar, sin haber pisado jamás el suelo del escenario del asedio, uno de los cuadros de historia más sublimes de la pintura universal, en opinión de Justi.

 

COMENTARIO: Conocido popularmente como “Las lanzas”, el cuadro es realizado por Velázquez después de su primer viaje a Italia (1634-35) y en él deja para la posteridad la rendición de la ciudad de Breda, conseguida diez años antes (1625)[1], y la entrega de las llaves de la ciudad por parte de Justino de Nassau a Ambrosio Spínola, general genovés al servicio de la monarquía española.

Es proverbial el sentido de la dignidad militar que se refleja en el cuadro, en el que el vencedor ni avasalla ni humilla al vencido, como expresa Calderón en aquella célebre sentencia en la que el dramaturgo hace decir a Spínola:

“Justino, yo los recibo
y conozco que valiente
sois, que el valor del vencido
hace famoso al vencedor”[2].

Es indudable que el conocimiento del modelo por parte de Velázquez habría influido en la caballerosa actitud del general genovés[3]; pero no es menos cierto que Velázquez intenta transmitir a la posteridad una idea humanizada de la guerra e incluso, como apunta Brown, la superioridad moral que supone la benevolencia del gesto del vencedor[4].

Para ello, ralentiza hasta límites inconcebibles el movimiento de los personajes e ilumina sus rostros con la luz desbordante del fondo, para legarnos el testimonio de un instante fugaz (como si fuese una postal), que se eterniza, como diría Ortega, componiendo una sinfonía plástica, fulgurante de ambientación y color, que traspasa, para siempre, la noción del espacio y del tiempo; de ahí que algunos personajes y, concretamente, los dos principales de esta obra, adopten una actitud hierática, mayestática, de un cierto engolamiento, que persigue la perpetuidad, la eternidad de ese efímero momento (la gran paradoja de Velázquez)[5].

Detrás de Spínola, a la derecha, aparecen los jefes y, más allá, los soldados del tercio desfilando, con las lanzas enhiestas, en señal de victoria, formando una especie de malla, a través de la cual se entrevé el escenario de la batalla. Esa presencia activa de las lanzas, como si fuesen un personaje todopoderoso, motivó el sobrenombre del cuadro por el que todos lo conocen.

Y, tras Justino, a la izquierda del cuadro, están los escasos holandeses, en desorden y desperdigados, en señal de derrota, formando una cierta simetría con los tercios. Probablemente, Velázquez tendría presente las composiciones simétricas empleadas por El Perugino y Rafael, dándoles su toque barroco, eludiendo la uniformidad y dotando de desequilibrio la escena, con algunas lanzas inclinadas, dos caballos a ambos lados, uno de lado y otro de frente, y varias figuras rompiendo la quietud y majestuosa entrega de llaves entre los dos personajes centrales.

La composición es triangular, con el lado mayor en el fondo, delimitando el escenario de la batalla y cuyo vértice se sitúa en el centro de la parte inferior del cuadro, donde se alcanza el clímax de la obra. La perspectiva aérea articula la composición a través de la luz, del color y de la pincelada. Así, el primer plano nos muestra un cromatismo brillante y cálido, destacado en los ropajes de las figuras centrales, que contrasta con el paisaje del fondo, que va perdiendo cromatismo para mostrarnos una escena al aire libre en tonos suaves, verdosos, plateados y azules, con diversos matices todos, que se desvanecen poco a poco, en un espacio de una profundidad infinita. La pincelada, más ágil, suelta y liviana en el fondo, nos anuncia lo que después será el impresionismo, mientras que en el primer plano ‑tanto en las figuras como en el caballo de la derecha‑ se hace más larga y espesa, a tono con el realismo de la obra. El pintor sevillano consigue, en el conjunto de la obra, una luz natural y poética tomada del natural, llena de contrastes lumínicos y cromáticos, aunque su realización procediese del interior de su estudio. He ahí uno de los grandes “inventos” de Velázquez.

Una obra, pues, llena de matices y detalles ‑y también de “arrepentimientos”, como es usual en Velázquez‑ en la que se nos muestra un Velázquez poderoso, capaz de sintetizar con suficiencia la influencia indudable de Tiziano, Veronés, Tintoretto, El Greco, Rubens y tantos otros pintores excelsos, consiguiendo la excelencia de una obra maestra tanto en sus valores materiales como en su legado espiritual. Un tesoro, en el que Velázquez se supera a sí mismo, que podemos contemplar en el museo del Prado.

Torre de la Horadada, julio de 2014.

jafarevalo@gmail.com

 



[1] Los Países Bajos estaban inmersos en una guerra por su independencia de España. Tras la tregua de los 12 años en tiempos de Felipe III (1609-21), se reanudan las hostilidades, aprovechando el marco internacional de la guerra de los treinta años (1618-48) tras la que España pierde la hegemonía europea que había mantenido durante más de un siglo. En ese contexto, tiene lugar la conquista y posterior pérdida (varios años después, en 1639) de la ciudad de Breda, la más fortificada en el sur (Brabante).

[2] Dos siglos más tarde, Casado del Alisal nos deja otra instantánea de la batalla de Bailén (1808) llena de dignidad, en la que el general Castaños acoge con excesiva deferencia, según algunas opiniones, la rendición del general Dupont. De ahí, la comparación de los dos cuadros.

[3] En efecto, Spínola, con un gesto lleno de amabilidad, impide que Nassau se incline y humille ante él, al entregarle las llaves de la ciudad. Y, por otra parte, autoriza que sus hombres se retiren ordenadamente, sin entregar las armas, y que su esposa abandone, junto al vencido, el escenario de la guerra.

[4] Esa actitud, como sabemos por la historia, dista mucho de los comportamientos habituales de la guerra, por lo que se convierte en una idealización de la misma, a tono con el Velázquez realista en las formas, pero profundamente idealista en los contenidos y en los mensajes éticos que envía en muchas de sus obras.

[5] Mi mirada se dirige hacia el arte egipcio, del que por otra parte tanto le distancia.

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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