“Barcos de papel” – Capítulo 03 e

5.- ¿Por qué los perros muerden a los niños y las ovejas no?

El tren aminoró la marcha para dar paso al expreso con destino a Sevilla. El campo era un vergel, los pájaros revoloteaban juguetones y el grano se salía de las eras. Se abrió el disco, el tren silbó con machaconería y reemprendimos el viaje. En la estación de Alcázar de San Juan bajaron algunos pasajeros con sus equipajes y otros se amontonaron ante el mostrador de la cantina para rellenar las botellas de vino. El día estaba claro, soplaba un vientecillo limpio y cálido, y las hojas de los árboles brillaban como nuevas. Subió un matrimonio con un niño de unos seis años y los viajeros se apretujaron en el compartimento para hacerles sitio. El calor empezaba a apretar. Se oyó el silbato del jefe de estación anunciando la salida: gritos y carreras. Siempre había algún retrasado que se subía con el tren en marcha.

—¡Billetes, por favor! ¡Billetes, por favor! —repetía el revisor, sorteando con cuidado los equipajes y llevándose la mano a la visera—.

El niño no paraba de hacer preguntas.

—¿Mamá, este señor es el dueño del tren?

El funcionario sonrió, le hizo una caricia y le dijo que sólo era el revisor, mientras la madre se sacaba los billetes de los entresijos de la pechera. Cuando el empleado se alejó, la señora abrió una cesta de mimbre con comida: pan blanco; torreznos; una apetitosa tortilla, una fiambrera con chorizos y una bota de vino. El niño no probó los torreznos por más que la madre le insistió, pero se comió un buen trozo de tortilla y medio chorizo, sin parar de hacer preguntas.

—¿Hay que estudiar mucho para ser revisor?

En algunos tramos, el tren pasaba cerca de los postes del telégrafo que, tras un leve zumbido, desaparecían al instante. El chiquillo no se estaba quieto ni un momento.

—¿Por qué los trenes necesitan maquinista, si no pueden salirse de la vía?

El tren avanzaba a toda velocidad, cruzando prados y aldeas; como la madre no le contestaba, el crío me miró, se puso a mi lado y, cruzado de brazos, se puso a mirar por la ventanilla. En un paso a nivel, aguardaba un pastor: ladraban los perros enseñando los dientes, y las ovejas se amontonaban empujándose unas a otras. Cuando el tren prosiguió la marcha, el pastor nos despidió levantando el cayado y quitándose la gorrilla de visera. El niño preguntaba todo lo que le pasaba por la cabeza:

—Mamá, ¿por qué los perros muerden a los niños y las ovejas no?

—Porque las ovejas son buenas y están bien educadas. No como tú —dijo la madre de mal humor—. ¡A ver si te callas de una vez!

Llevábamos sin parar más de una hora, cuando silbó la máquina y entramos en un túnel. A la salida, se cruzaron unas nubes negras y malintencionadas. Se levantó el aire y el cielo estalló en rayos y granizos. ¡Daba miedo! Aquel pedrisco podía dejar sin pan a muchas familias. Me fijé en una muchacha, con unos preciosos ojos negros, que apoyaba la cabeza en el hombro de un joven. Él la acariciaba y juntaba la cara con la suya, sin pasarse de la raya, no fueran a llamarle la atención. No sé por qué me vino a la memoria la novia de “El Colilla”.

 

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