Introducción
En el año 1940, unos meses después de haber finalizado la guerra civil española, un jesuita idealista y soñador se propuso fundar una institución que acogiera a las víctimas inocentes del conflicto: los niños. Desde aquel momento tan tenebroso de nuestra historia, cientos de miles de niños andaluces se educaron en sus aulas y pudieron afrontar el futuro con seguridad y garantías. Esta es la historia de dos de aquellos niños: Alberto, “El Mosquito”, y Emilio Soto, más conocido como “El Colilla”. Esta es una historia que, como algunas películas de cine, está basada en hechos reales.
1. Barcelona 2000.
En una antigua casa de la costa barcelonesa; en una de esas casas con terrazas de líneas onduladas, ventanas desiguales y balcones de forja con hojas y flores entrelazadas, vivo solo, rastreando nostalgias y recuerdos como un perro agotado y vagabundo. A veces, me pregunto ‑como el poeta‑ «¿Adónde el camino irá?». No lo sé, prefiero no pensar. A cierta edad, se busca una paz prolongada e imperecedera. No soy ambicioso: el que nace pobre lo sigue siendo toda su vida, por mucho dinero que haya podido ganar. Vivo con sencillez y sin apuros, gracias a los ahorros conseguidos a base de riesgos y sacrificios. Con eso me conformo. Puede extrañar que, habiendo partido de donde partí, pueda sentirme tan decepcionado, pero es así.
Compré esta vieja casa tal y como está. Ni siquiera he cambiado los muebles. Llegué de madrugada, con lo puesto: un poco de ropa y algunos recuerdos personales en mi maleta de madera ‑la misma que traje cuando llegué aquí, hace cincuenta años‑. En ella, guardo unos cuantos libros, el álbum de fotografías y un puñado de discos cargados de nostalgias y recuerdos: The Young Ones, de Cliff Ricchard; You are my destiny, de Paul Anka; un long play de Simon y Garfunkel, con el tema musical de la película El Graduado; Love me please, de Michel Polnaref; Sous le ciel de Paris, de Ives Montand; Les feuilles mortes, de Edith Piaf; Green Green Grass, de Tom Jones; y algunas canciones de juventud que me ayudan a superar mis frecuentes momentos de tristeza. También guardo el anillo de compromiso que le compré aquella Navidad en que se decidió la suerte de mi vida, y Vilanos, el libro que ha sido como un fiel compañero en los tiempos difíciles. ¿Qué es la familia? Hace quince años, me separé de mi mujer; desde entonces vivo sin esperanzas, sin ilusiones. A medida que nos hacemos mayores, nos resistimos a los cambios. He tenido todo lo que podía desear y ahora todo me sobra.
Cuando llegué a Barcelona, yo era un muchacho pálido y larguirucho, con un pelo indomable y una llamativa cicatriz en la ceja izquierda. “El Colilla” decía que me daba aspecto de hombre duro; pero, en las fotos que guardo de aquel tiempo, tengo una mirada ingenua y temerosa, exenta de malicia, como la de esos animalillos que crecen en cautividad. Había pasado la mayor parte de mi vida encerrado en un colegio, sin el cariño de nadie. Mi único capital era la maleta, un traje gris que me quedaba pequeño y un caudal asombroso de sueños e ideales. Quería triunfar por encima de todo y, para conseguirlo, tenía que huir de compromisos y amoríos. Me había propuesto ser un universitario estudioso y responsable, como tantos otros que llegaban entonces a esta ciudad, dispuestos a comerse el mundo. Y lo hubiera conseguido de no haberme vuelto loco por aquella chiquilla, hermosa y alegre como una mañana de abril.
En mi vida, como en la de casi todos, abundan más los sueños que las realidades, pero no me quejo. Me gusta revolver en la memoria y volver la vista atrás, de cuando en cuando, para recordar con nostalgia aquella senda que nunca volveré a pisar. Leo, fumo, bebo y escucho canciones pasadas de moda: es penoso escudriñar en el libro del pasado, cuando nunca se encuentran en él buenos recuerdos. En la vida de las personas, el péndulo de la fortuna tiende a compensar éxitos y fracasos; pero unas veces acierta y otras yerra. En ese aspecto, la justicia divina es tan caprichosa como la humana: nunca favorece a todos por igual.
Los curas nos repetían, mañana y tarde, que el amor era un estorbo para triunfar en la vida, y yo estaba convencido de que tenían razón; pero me volví loco y mis proyectos se vinieron abajo cuando la conocí: tenía una risa capaz de divertir a un funeral, y una piel tan blanca que se le transparentaban las venillas de la frente. No puedo evitarlo: cuando pienso en ella, me invade la pena y la nostalgia. Hacía todo lo posible para ganarme su respeto, pero no conseguía evitar sus burlas insistentes. Cuando le preguntaba qué edad tenía, siempre me salía con otra pregunta.
—¿Tú qué crees?
Y se moría de risa con mis respuestas. Nunca me dijo los años que tenía ‑porque a pocas mujeres les gusta decir la edad que tienen‑; pero, cuando la conocí, nadie le echaba más de diez y seis.