No siempre amamos a quien se lo merece

Cogito ergo sum. Tras meditar sobre el Discurso del Método, íbamos al váter a fumarnos un cigarrillo; luego bajábamos al campo de la Primera, nos sentábamos en las gradas, a tomar el sol, y nos hacíamos una pregunta capital: «¿Cómo les gustaría a las niñas de Úbeda que fueran los hombres de su vida?». Esos hombres éramos nosotros, que hambrientos de sexo y libertad, vivíamos encerrados a la espera de que se abrieran las puertas de la vida. A nuestros profesores les preocupaba nuestra falta de voluntad, el abuso del pecado solitario, y los acercamientos a chicas poco adecuadas; pero nosotros soñábamos con las niñas de las carmelitas. ¿Qué otra cosa, sino sueños, es la juventud?

Los nombres de Stalin, Franco, Hitler y Mussolini nos traen a la imaginación el sufrimiento de millones de personas sacrificadas por la ambición de personajes, desequilibrados y egoístas, que acabaron víctimas de sus excentricidades. ¿Qué mujer sería capaz de amarlos? ¿Cómo se puede vivir junto a un monstruo cruel y sanguinario? En un reciente ensayo escrito, mientras se rodaba un documental, en Rusia, Italia, Alemania y España, Rosa Montero visitó el búnker de Stalin, se sentó en su silla, y habló personalmente con su nieto: «Stalin fue un capo de matones, sin límites morales y con una tremenda rigidez mental». Se casó con una pobre mujer, a la que mató por falta de atención, y tuvo con ella un hijo que intentó suicidarse años después de morir su madre. ¿Dónde residía su atractivo? Tanto el amor como el odio pertenecen al misterioso ámbito de lo irracional. La razón por la que erramos tantas veces al elegir compañera es porque hay amores que no son aconsejables.

Aunque era de baja estatura, con la cara picada de viruela y un brazo deformado, las mujeres lo admiraban por su fiereza, su brutalidad. Nadia, su segunda mujer, se entregó a él con la idea de cambiarlo. He leído en algún sitio que todos los maridos piensan que sus mujeres nunca cambiarán y que todas las mujeres están convencidas de que lograrán cambiar a sus maridos. Evidentemente, unos y otras se equivocan.

Con los alemanes a las puertas de Moscú, los soldados le aconsejaron que huyera para que no lo ejecutasen sus camaradas; pero las palabras de su ama de llaves cambiaron el curso de la historia: «Camarada Stalin, Moscú es nuestra madre, es nuestra ciudad y tenemos que defenderla». «Así se habla» contestó emocionado. Cuando murió, el 5 de marzo de 1953, ella se arrojó sobre el cadáver, aullando de dolor. Fue su última mujer. Pero el resumen, de lo que significó vivir en la guarida de la fiera, es la triste historia de Svetlana, la hija de Stalin.

A los dieciséis años huyó del hogar, se buscó un novio judío con más de cuarenta años, para molestar a su padre, que terminó en la cárcel por orden de Stalin. Tuvo un hijo con su segundo novio, judío también, del que se divorció tres años después. Volvió a casarse otras dos veces y tuvo una hija. Al morir Stalin, se convirtió al cristianismo, pidió asilo en Estados Unidos y quemó el pasaporte de Unión Soviética. El 22 de noviembre de 2011 murió en un asilo de ancianos, en Wisconsin.

En su libro, Rusia, mi padre y yo, Svetlana Stalin cuenta que no entendía por qué desaparecían sus familiares; por qué se suicidaban importantes personas del partido, y por qué los hombres se esfumaban de la noche a la mañana. Era el terror impuesto por el hombre que prometió un Paraíso en la Tierra y construyó la antesala del infierno. Eliminó a diez millones de campesinos, durante la colectivización agraria, para arrebatarles sus tierras. Sabía que el sufrimiento de los poderosos despierta, en el pueblo, una sensación de complacencia y que, en tiempos difíciles, la gente sigue a quienes dan respuestas simples a problemas complejos.

Mussolini fue un maestro que no consiguió trabajo como docente por su anticlericalismo y su filiación al Partido Socialista. Para librarse del servicio militar, huyó a Suiza, de donde lo expulsaron por revolucionario y pendenciero. A su regreso a Italia, lo encarcelaron por desertor; se benefició de una amnistía y, en una “manifestación pacifista”, lo detuvieron y volvieron a encarcelar. Se calcula que en su vida hubo unas seiscientas mujeres. Él mismo se jactaba de haber tenido hasta cuatro cada noche.

El nacionalsocialismo surgió de un incomprensible proceso de enajenación mental que contagió a millones de personas, y el terror sentó las bases del régimen soviético; pero con frecuencia, la bondad y la belleza conviven junto al horror y la miseria. Hitler fue un genocida, tímido y cobarde, hijo de una mujer dulce y cariñosa. Angela Raubal, su hermanastra, le ayudó en los momentos difíciles y una tía suya remedió sus apuros económicos. No consiguió ingresar en la Escuela de Arquitectura, pero llegó a ser alguien a quien las mujeres financiaron y ayudaron en su carrera política. Las damas de la aristocracia se lo disputaban; por él, traicionaron a sus maridos; y muchas jóvenes enamoradas se le entregaron sin pedir nada a cambio. Millones de alemanas le votaron, le llevaron al poder y le amaron hasta la muerte.

Franco fue triste y aburrido hasta en asuntos de mujeres. No frecuentaba los prostíbulos, ni iba a las tabernas, ni a las salas de juego como hacían sus compañeros de Academia. Odiaba aquellas diversiones, porque su padre era fumador, bebedor y mujeriego empedernido. A su muerte, no asistió ni a los funerales ni al sepelio, aunque se encargó de que fuera enterrado en el cementerio de la Almudena, junto a su madre. Conoció a Carmen Polo cuando ella tenía sólo quince años. Era una niña de clase alta, religiosa, altiva y distante. Como esposa del Caudillo, el 12 de octubre de 1936 asistió en la Universidad de Salamanca al acto en que el general Millán Astray gritó «¡Viva la muerte!» y Unamuno respondió «¡Viva la vida!». Se armó una gran trifulca; el profesor replicó «¡Venceréis, pero no convenceréis!» y algunos fanáticos le intentaron agredir. Carmen lo evitó protegiéndolo con su escolta y sacándolo del paraninfo en su automóvil. Al parecer, fue ella la que influyó en su marido y le llevó a conseguir un lugar en la Historia, que Franco nunca hubiera soñado poder alcanzar.

¿Qué hombre o qué mujer no se ha enamorado alguna vez de una estúpida o de un miserable? La belleza y el éxito pueden cegarnos. La gloria ejerce una atracción, tan irresistible, que nos puede llevar a caer en manos de personas sin alma.

Bibliografía

Dictadoras

Las mujeres de los hombres más despiadados de la historia

Editorial Lumen. Barcelona, diciembre 2013.

roan82@gmail.com

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