Solidaridad entre grupos humanos y nacionalismos

Hechos

El lector de periódicos comienza a enterarse de la competición entre países en cuestiones de la legislación fiscal (caso de Irlanda) o de la legislación laboral con el fin de atraer a los inversores multinacionales.

La lucha entre países es despiadada. Todos pretenden su parte de botín fiscal. En juego están muchos miles de millones de dólares de recaudación, que los presupuestos de los estados necesitan en los duros tiempos que vivimos. Otro tanto hay que decir sobre la competición monetaria, de las deslocalizaciones y los puestos de trabajo.

Hablemos de la concurrencia fiscal entre países. Los paraísos fiscales, ¿son moralmente legítimos? Ni siquiera es pensable, hoy por hoy, que vea la luz una legislación internacional eficaz que imponga orden, racionalidad, justicia y equilibrio. El egoísmo de las naciones individuales lo impide. Y el resultado es que entre países reina un darwinismo puro y duro, que no se limita a asegurar la propia supervivencia, sino que se mueve por una avidez ciega y sin freno. Vivimos en plena selección natural. Que el más adaptado a las circunstancias sobreviva y triunfe.

Como si fuera moralmente aceptable que se impongan algunos pueblos por su pretendida superioridad técnica o su mayor adaptación (fitness) a los condiciones de nuestro entorno económico.

Una tela de araña envuelve el planeta entero

Los circuitos de transferencias de dinero, que llevan a cabo las empresas y bancos multinacionales, constituyen una espesísima red por la que circulan en permanencia cantidades inimaginables de dinero. Por mis propias experiencias, en el seno de multinacionales testifico que se practica la planificación fiscal y la manipulación de precios de transferencia de mercancías. Para ello, se utilizan sociedades de distribución que consisten en un simple buzón postal; sociedades de inversión, que no son necesariamente imprescindibles, en las que se facturan servicios comerciales, financieros, consultoría, etc. En resumen, se trata de mecanismos de movimientos de repatriación de dinero y de ubicación flexible para “optimizar” el pago de impuestos a los estados.

Son mecanismos que los ciudadanos ordinarios no podemos utilizar sin violar la ley. (Ejemplos tenemos abundantes en la prensa de los escándalos de este orden). Pero son mecanismos de los que las multinacionales se sirven sin contravenir la ley. Que para eso tienen en la plantilla una pléyade de abogados especializados que estudian los resquicios legales. Más aún, los gobiernos locales crean facilidades e incentivos. Poca idea tiene la gente de la inmensa tela de araña que envuelve el planeta con sus densos entramados financieros.

¿Contravienen la moralidad estas prácticas?

Deseo llamar la atención sobre la limitación, la ineficacia ‑por no decir la ausencia‑ de una legislación internacional en este dominio. Y, también, sobre la evidente inexistencia de códigos y principios morales que regulen amplios e importantísimos sectores de convivencia entre pueblos.

Cómo determinar los límites de la moralidad

En las relaciones entre pueblos, se interponen menos obstáculos morales o éticos que en la relación binaria entre dos personas, que ‑ésa sí ha sido‑ ha atraído más la atención de los moralistas y ha sido mucho más codificada por leyes y religiones. La relación entre países, pueblos y grupos es un combate en el que todos los golpes están permitidos. Una competición en las que no hay reglas de juego. Parece legítimo el egoísmo grupal y la rapacidad. La ambición. Que gane el más fuerte sobre los terrenos económico-comerciales, e igualmente en el de la concurrencia fiscal. En tiempos en que domina el pensamiento neoliberal, no están mal vistas estas formas de darwinismo económico.

La Historia de Europa demuestra que algunos pueblos se han comportado como depredadores despiadados. Nombrarlos sería ir contra las intenciones pacíficas de este ensayo. La situación, a la que han llevado al mundo esas prácticas egoístas, es tan extremadamente injusta para algunos países que, hora es ya de que, comencemos a pensar en integrar los intereses del otro, y a hablar de moral y de responsabilidades entre colectividades. Nuestra moral regula las relaciones de un individuo con otro. Sin embargo, no parece estar tan claro que las relaciones entre grupos deban ser objeto de regulación moral.

¿Fraternidad entre pueblos?

Hablando de la convivencia entre grupos, pensemos que existen odios latentes, pero arraigados entre pueblos, prejuicios seculares que conducen a sobresaltos de violencia periódica. En este momento, son muchos los conflictos potenciales que pueden estallar a lo ancho del planeta. Basta que surja una chispa ‑como el asesinato de Sarajevo‑ para que el mundo desencadene una guerra. Las tensiones internas estaban latentes como en los volcanes que van a estallar. Hoy subsisten numerosos focos de odio entre pueblos e incluso entre los varios componentes de estados plurales. Y hay quienes fomentan estos odios por intereses personales. O por atavismos decimonónicos.

¿Por qué dos entidades de países vecinos están abocadas frecuentemente a entrar en conflicto? ¿Por una inconfesable rapacidad? ¿Se justifica la confrontación con el vecino como manera de definirse y autoafirmarse? Al nivel individual, se dice que el hombre es un lobo para el hombre (Hobbes). Pero, ¿y entre comunidades humanas?

¿Cómo surgen países nuevos? ¿Qué pensar de los nacionalismos? Quizás haya que comenzar por distinguir entre los nacionalismos espontáneos y los inducidos o provocados. Hay nacionalismos activos y nacionalismos reactivos. ¿Se trata de pueblos originariamente “humillados”, de los que se ha abusado a lo largo de la Historia? ¿O son pueblos manipulados para satisfacer las ambiciones particulares de algunos “lobos” infiltrados en el rebaño? La fragmentación de la humanidad va directamente contra la esencia misma del hombre, que es, ante todo, biológicamente uno. La biología debiera tener la última palabra. El peligro de una forma u otra de racismo late bajo el nacionalismo; al menos, de determinados nacionalismos activos.

¿Remedios?

Los griegos antiguos, con su visión tan profunda de los fenómenos humanos, decían que la guerra es la madre de todas las cosas. Según ellos, la emergencia de ideas nuevas y de formas políticas nuevas seguiría a las colisiones, guerras y catástrofes. Un limpiado periódico de aguas estancadas para ir a mejor.

Pero, también los griegos inventaron los juegos panhelénicos para crear espacios de tregua, períodos de paz, durante los que se multiplicaban las ocasiones y las iniciativas para fomentar la amistad y el aprecio, entre la fragmentada nación helénica.

En esas altas aspiraciones de los griegos clásicos se inspiró Pierre de Coubertin al resucitar los Juegos Olímpicos.

Con tristeza constatamos hoy que las competiciones olímpicas ‑¡y el fútbol, en particular!‑ se han transformado en gigantescas máquinas para crear y mover dinero, que parecen más bien exacerbar los resortes nacionalistas que favorecer la amistad entre los pueblos.

Conclusión pesimista

Nos falta una doctrina de moralidad intergrupal. El mensaje de fraternidad de Jesús se dirige al individuo, pero no a los grupos sociales. (Jesús no entra en ese tipo de relaciones. Las condiciones geopolíticas y sociales de entonces no lo requerían. Sin embargo, he leído con interés unas páginas del escrito Evangelii gaudium del Papa Francisco a este respecto).

No hay soluciones definitivas para liquidar las barreras que constituyen, entre las colectividades humanas, la insolidaridad, los intereses económicos egoístas, las diferencias de ideologías políticas o religiosas, los racismos, la conciencia de superioridad de algunos conjuntos humanos.

Poco ha quedado del Tribunal Internacional Independiente de Bertrand Rusell, constituido por sabios independientes que dirimen los conflictos potenciales y anticipan las soluciones racionales antes de que estallen las confrontaciones.

Ni siquiera logramos restañar para siempre las llagas del pasado. Nuestros historiadores no tienen ni la fuerza ni el poder para limpiar la Historia de toda la escoria de odios y falsedades acumuladas durante siglos.

La paz entre los pueblos es hoy por hoy un mensaje utópico. Jesús predicó «el amor al prójimo, entre individuos», no entre pueblos. Soñemos en lejanos mundos mejores.

 

bf.lara@hispeed.ch

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