Un clásico

Como no gusto de catalogaciones simplistas ni de ser diana de juicios preconcebidos, atados a posiciones más o menos interesadas, debo insistir en que visto lo que nos rodea y no saliéndome de las narices quedar mudo, y encima no sintiéndome deudor de nada ni de nadie (en términos relativos, claro), pues que continuaré, mientras me dejen o pueda, descargando mis comentarios e impresiones, mis ideas acerca de esto o aquello, sean bálsamos o cicutas según para quienes.

En mis casi cuarenta años de servicio en la enseñanza (privada los menos y pública los más), he pasado por muchos sitios y personas. He visto de todo, oído de todo y padecido de todo. Pero ello es experiencia de oficio y de vida y no me quejo; antes bien lo tengo por bueno. Como a los animalillos, me permitió la experiencia acometer ciertas situaciones con la guardia ya prevenida, pero reconozco que debiera haberme aprovechado más y me hubiese visto en menos problemas. Al fin, uno es animal en supuesto racional y se resiste a aceptar lo que en realidad sucede, pese a haberlo ya conocido con antelación.

Viene mi disertación a cuento de alguna experiencia habida en desarrollo de mi trabajo y bajo idénticas pautas (he puesto pautas, no putas). En Úbeda, mi pueblo, por desgracia, dos, dos veces.

La primera vez, en un centro de especial catalogación, adonde un amigo me mandó en comisión de servicio, comisión salida sin que yo la hubiese solicitado previamente. O sea, a “dedini”. Y, por ello, más sorpresiva para la dirección del centro en cuestión. Esta tarea encomendada tenía, según su puesto, unas características especiales y así se me hicieron saber cuando la acepté.

Mas no era la idea, precisamente, que el señor director y su entorno tenían. Y ahí ya se torció el invento. Ante mi tozudez, su maquinaria se puso en marcha. Como el señor director era o simpatizante o militante de partido “superprogre” y aventajado alumno (filosofía habemus) de la teoría y práctica marxista, escuela estalinista, había conseguido reunir en su torno una grupo afín, incondicional, que le aceptaban todas y cada una de sus ideas, mandamientos y edictos sin chistar (a cambio de cierto tratamiento beneficioso). En cuanto lo decidía el líder, la troupe se lanzaba contra el señalado. Su mejor instrumento, los claustros, en los que la disidencia quedaba laminada literalmente, hundida bajo acusaciones e improperios. Y se aceptaba lo que el director decidiese, sin chistar. Cosas que en otro entorno hubiesen encontrado la reacción de los afectados eran admitidas sin más. Así que mi menda, de por mí rebelde y contestón, me encontré metido de lleno en un avispero en el que tuve que aguantar tres cursos (lo que duraba la comisión). Y lo que suele pasar: por detrás, mucho descontento; por delante, ¡ahí te las den todas!

No hay que decir cuánto aprecio a ese mi antiguo director.

Dos, no una, como dije. Pues me encontré con la posibilidad de acceder a un puesto (otra vez en mi Úbeda) de esos que dieron en denominar “de carácter singular”; fui y, sin más, lo solicité. No sabía quién más lo había pedido y para mi mal, luego, ya en harina metido, me enteré. Y de ahí otro mal para mí.

Porque la dirección de este nuevo centro, también de especiales características, afín a o militante de partido “superprogre”, esperaba a otro de sus camaradas que era amigo, solicitante de este puesto y al que ya, seguro, le habían preparado lugar cómodo y adecuado dentro del organigrama del centro. Llegó uno que no esperaban y decidieron ir a por él. Tropezar dos veces en la misma piedra no es de inteligentes, lo admito; pero ahí estaba yo, para tropezar de nuevo. Tropecé a conciencia, con alevosía, pues pude haberme retirado de la lid, pero no me salió de los colindrones. Al masoca, el menda. ¡Y como ya tenía experiencia previa…!

Y vuelta a padecer el rodillo estalinista de la democrática acción conjuntada. En aras y nombre de la deliberación, intercambio de ideas y posterior votación, en nombre de ese saludable ejercicio democrático (manipulado y viciado de raíz), se afirmaba la prepotencia del director y sus secuaces incondicionales. Igual esquema, iguales condiciones, iguales resultados que en el anterior caso.

Para muestra, habría muchos botones, mas no me resisto a indicar una nota característica y luego un hecho definitorio: lo normal era que, tras larguísimo debate (los había por cualquier motivo), saliese una votación, que a veces no coincidía con los deseos de la dirección, pero que se daba por admitida… hasta el día siguiente, en que manifestaba que había que hacer otra junta (o que se haría lo contrario de lo decidido). El hecho, nimio de por sí, pero clarificador como ejemplo, consistió en votar la adquisición o arriendo de una nueva fotocopiadora, bajo determinadas condiciones que algunos no veíamos claras; llegada la votación, como yo manifestase mi abstención, se armó la marimorena, porque, en realidad, lo que se quería era unanimidad para así quedar el director exento de hipotéticas responsabilidades, justificándolo todo en el carácter colectivo y solidario de la decisión. Fueron muchos años de trabajo bajo presión. No hay que decir cuánto aprecio a ese mi antiguo director.

Esa era en realidad la piedra angular del sistema, el supuesto carácter asambleario, democrático y solidario de todas y cada una de las decisiones que el equipo directivo tomaba. Todo lo que se decidiera, mejor por unanimidad y sin mostrar fisura alguna. Y haciéndose lo que dirección había decidido. El cortijo estaba en manos únicas y considerado como de su propiedad. La oposición callada o anulada. Si con miedo, mejor.

Clásico.

 

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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