En visita que hice a Córdoba, “La sultana” (Córdoba, capital del califato y antes romana), y dándome a pasear por sus callejas umbrías y siempre sorpresivas, sus plazas ocultas, a veces iba encontrándome rincones (como en el que está el busto del torero Lagartijo, que tomó la alternativa en Úbeda, precisamente), iglesias y algunos patios no de los tan publicitados por sus lienzos de macetas.
Córdoba, como otras ciudades con alma, es de pasear tranquilo, nada de prisas, de entrada en taberna pa descansarse, y de ir quedándose con los infinitos mensajes que te va enviando. Incluso ese mensaje de decente decadencia que aportan no solo sus piedras, sino también algunas de sus personas, restos de familias que quedaron ancladas entre sus patios andaluces de casas/testigo de otras épocas señoriales. En uno de ellos, reconvertido en forzado restaurante, conversé con la dueña, que servía de anfitriona, pero ya no lo era, la dueña, y eso se destilaba en su conversación triste, compuesta de sones antiguos. El tiempo y el banco habían trastocado todo su mundo.
Pero voy a otra cosa.
Salía de una calle estrecha, desembocando en una plaza en la que, frente a mí, había una imponente iglesia de tiempos de la conquista cristiana, maciza, de rosados sillares, con dos contrafuertes flanqueando su portada. Iglesia de San Miguel. La sombra recorría toda esa zona este de la plaza.
En su puerta, como en tantas iglesias de tantos sitios, había un mendigo recostado en el dintel, sobre los arranques de las arcadas protogóticas. Algo me llamó poderosamente la atención, tal, que me hurtó el interés por el templo.
Al sol que bañaba el ala norte de la plaza, al arrimo del quicio de una puerta metálica cerrada, había un carrito, como de supermercado (pues era difícil distinguir, entre todo lo que ahí se contenía y desparramaba en montón informe, el tipo de carro que era), que al instante se adivinaba perteneciente al mendigo. El hombre había tenido la cortesía o deferencia de no colocar sus pertenencias, ese montón de ruinas personales, en la misma puerta de la iglesia… ¿O no era esa su intención?
Saliendo de entre el carrito, por uno de sus extremos, vi una cabeza de perro. Rodeado y abrazado por las pertenencias, subido en ellas, estaba el pequeño can, abrigadito con una batilla, quietecito, permanentemente quieto, porque su dueño no lo llamaba, entristecida su cara o meditando tal vez, meditando en lo que es la vida, pues está en la tierra de Séneca; contemplando, sin fijarse, a los transeúntes que a su lado pasan, sin hacerle caso ni a él ni a su dueño, que porfía por rutina en el pórtico sagrado, cuando las personas practicantes se llegan a cumplir sus obligaciones… Tal vez este mendigo no sea consciente de que allí repite lo que otros muchos hicieron durante siglos, tal vez; y, sin embargo…, sí creo que lo sabe y se siente parte de la larga historia de este sitio de la ciudad.
Creo que este hombre sí que sabe de todas estas cosas. Lo demuestra el perrillo. Pues si no, ¿qué nos cuenta? Nos cuenta amor: amor al animalillo; que, con seguridad, el chucho también transmite y corresponde. Nos cuenta sensibilidad y, paradójicamente, humanidad. Ahí hay una hermosa lección de humanidad, abierta y gratis, para todos los que transcurríamos por esa plaza o los que entraban y salían del templo. ¡Qué ejemplo en escena tan sencilla!
Ahí me quedé, sin acudir a conocer el interior de la iglesia. La comunión estaba fuera. Había más solidaridad entre el perro y el mendigo que en las monedas que caerían en su mano. Y más compañía.
La soledad del animal era ficticia, aparente. Estaba ahí, apartado, pero caldeándose al sol invernal, mientras su dueño (¿dueño o compañero?) se traspasaba el cuerpo en la umbría, con la humedad de la piedra calándole todos los huesos. Las penurias del pobre no las pasaría su perro. Y, sin verlo, creo con seguridad que hasta la comida compartirían; e incluso el hombre se privaría de ella, si no hubiese para los dos.
Pensé en esos maltratadores de animales, esos que los consideran meras cosas útiles al hombre, en el más estricto sentido bíblico: son para nuestro servicio. Los comemos, cierto, los utilizamos como fuerza, como ayuda y transporte, como defensa, desde la prehistoria, pero nada más. Bueno, sí, los domesticamos y los mantenemos cerca de nosotros, llegándolos a hacer nuestros compañeros, ¿nuestros amigos…? Tal vez ellos decidieron hacerse compañeros y amigos nuestros. Pero hay quienes carecen de corazón y ni esa sencilla amistad, que tan poco pide, son capaces de aceptar. Recordé un terrible espectáculo a la entrada de un pueblo: dos galgos colgaban de un olivo, ahorcados. Atroz diferencia.
Miré otra vez al perrillo, que seguía estático en su observatorio, y me fui marchando de la plaza completamente reconciliado con los hombres. Y con los perros.