(Pedro Pablo Rubens)
Decenas de obras de Rubens merecerían figurar en esta serie de “Mis pinturas favoritas”. Tan solo en el museo del Prado, recientemente visitado, hay varias en las que se cumpliría la denominación, demasiado extendida quizás, de “obra maestra”. Si he elegido Las tres gracias es por alternar la pintura religiosa de la profana y, dentro de ésta o como un subgénero, la mitológica. Y nadie como Rubens, hombre culto (era diplomático) y gran conocedor del mundo clásico, tiene la capacidad de llevar al lienzo estas escenas alegórico‑mitológicas.
Si hay algún pintor que pudiera considerarse como símbolo del barroco, éste sería también, sin dudar, Pedro Pablo Rubens. Su exuberancia formal, su cromatismo brillante, la luz esplendorosa que desprenden sus cuadros, su ruptura compositiva respecto al Renacimiento, su escenografía teatral y su tratamiento sensual de los temas paganos sobre todo, pero también de los religiosos, hacen que su obra sea una síntesis del barroco y él un maestro, cuya influencia desborda el propio barroco, llegando a los tiempos modernos representados por el impresionismo. Los mejores pintores barrocos como Jordaens, Van Dyck, Rembrandt o Velázquez, la pintura del rococó, los románticos como Delacroix y los impresionistas como Manet y, especialmente, Renoir han bebido en las fuentes de la pintura de Rubens, el más prolífico de todos y uno de los padres de la pintura moderna.
La obra que comentamos es un cuadro alegórico que representa la belleza, personificada en las tres gracias: Áglae o Áglaya [curiosamente (creo que no es corriente), en Cartagena hay una pequeña editorial y una librería relacionada con ella que llevan el hermoso nombre de Áglaya], Eufrosine y Talía. Estas divinidades griegas, fruto de los amores de Zeus, eran vírgenes al servicio de Afrodita, la diosa del amor, que estaban destinadas a despertar y fomentar la alegría de vivir. Por eso, aparecen contentas y sonrientes, iniciando quizás, con sus brazos enlazados, un paso de danza y expresando la felicidad a través de sus rostros bellos y luminosos. Cada una de ellas tiene un significado: Áglaya es la resplandeciente; Eufrosina, la gozosa; y Talía, la floreciente. Sugestivos nombres relacionados con el placer estético y sensitivo.
Se ha especulado mucho sobre los modelos utilizados por Rubens para representar a las tres divinidades. Todos coinciden en que la figura de la izquierda corresponde a su segunda esposa, Helena Fourment, muy joven y hermosa, de la que estuvo profundamente enamorado [Helena Fourment fue la modelo preferida por el artista y, por tanto, la que más veces llevó a sus cuadros]. La figura de la derecha se atribuye a su primera esposa, Isabella Brandt, aunque hay algunos analistas que designan a Helena Fourment como la modelo única, que representa a las tres diosas, cambiando su pelo rubio por negro para representar a la diosa de la derecha. A la del centro, que sitúa de espaldas, le hace girar levemente el cuello, pero aún así hay dificultades para su identificación.
Rubens aprovecha la mitología para mostrarnos el cuerpo desnudo de la mujer desde distintas perspectivas, en una composición que envuelve a las tres gracias en un círculo en el que expresa, desde todos los ángulos, su ideal de belleza, que se aleja de la estilización de épocas anteriores (Boticelli, Rafael) o de las nuestras, mostradas en el cine o en las pasarelas de modelos, y nos acerca a unos cuerpos generosos, voluptuosos y sinuosos, (metidos en carne, como se dice coloquialmente, incluso con celulitis, pero proporcionados y elegantes), completamente desnudos o adornados con unos insinuantes velos transparentes, llenos de sensualidad y erotismo, de frescura palpitante (como algunos han opinado atinadamente), en donde las carnaciones de un blanco rosáceo se enmarcan entre un árbol, donde dejan sus ropas, y una cornucopia de la que emana agua clara, con una guirnalda de flores sobre sus cabezas para delimitar el encuadre. Al fondo, un paisaje idílico, con ciervos pastando, que alcanza una gran profundidad y se va diluyendo en la lejanía a medida que se va azulando el horizonte.
Las tres gracias, cuadro de sus postrimerías pintado entre 1635 y 1639 (Rubens muere en 1640), es único por su extraordinario ritmo, por ese estremecimiento sensual, a través del cual intenta la celebración de la felicidad y de la belleza como encarnación de su propia felicidad, tras su matrimonio con Helena Fourment.
Hay que hacer notar también que Rubens repite escenas parecidas a lo largo de su obra artística como demostración de una forma de pensar y, sobre todo, de concebir la vida. No hay dramatismos en sus figuras, sino exuberancia de formas que dan a la vida un sentido alegre y placentero. Claro está que el pintor pertenece a la alta burguesía, inmerso en un oasis social, siempre en contacto con palacios y con grandes personajes de las cortes, que visita constantemente por su condición de diplomático, que apenas le permiten esa otra visión más amarga y desgarrada de la vida, la de otras clases sociales más desfavorecidas, en donde la alegría parecía estarles vedada (qué contraste con Caravaggio y qué grandes pintores ambos). Podemos decir que Rubens es el pintor de la burguesía y de la nobleza, pero también el pintor de las mujeres, rotundas y llenas de vida, a las que mima y ensalza en sus cuadros como el centro de gravedad de su historial pictórico [se ha dicho que, mientras que Miguel Ángel es el pintor de los hombres, Rubens es el pintor de las mujeres. Sus respectivas obras así lo atestiguan].
Gran dominador del color, aprendido sin duda en su contacto con Tiziano, Giorgione, El Veronés, Tintoretto y la pintura veneciana en general, nos regala en esta obra un colorido cálido, brillante y luminoso en donde las carnaciones claras irradian una luz sutilmente dorada al resto del cuadro. Al revés de muchos pintores, la luz no procede del exterior (de una puerta o una ventana, por ejemplo), sino de dentro de las mismas figuras, extendiéndose a su alrededor, en una escena deslumbrante [para que los colores adquieran una mayor brillantez y consistencia, Rubens utiliza la trementina como disolvente].
A la muerte del pintor, su viuda, Helena Fourment, quiso desprenderse del cuadro por creerlo impúdico y, al parecer, intentó quemarlo para evitar su influencia pecaminosa; sin embargo, en la subasta que se produjo de los bienes de Rubens, Felipe IV, rey culto y amante del arte (protector de Diego Velázquez), aunque mal gobernante, pujó y compró parte de esos bienes, entre ellos el cuadro que comentamos. Más tarde, en tiempos de Carlos III, un gran puritano, la obra permaneció escondida, fuera del alcance de la vista del rey y de la Inquisición, cuestión ésta que se repetiría más tarde con “Las majas de Goya”, protegidas esta vez por el favorito de Carlos IV, Manuel Godoy.
La fortuna, pues, ha hecho que podamos disfrutar de algunas obras maestras que han escapado de la larga mano de la intolerancia y de la ignorancia. Yo tuve el placer de hacerlo hace varias semanas y os aseguro que se experimenta una sensación de felicidad intelectual que hace que la vida sea más grata. Un día en el museo del Prado es un alimento para el espíritu del que no debemos prescindir de vez en cuando.
Cartagena, diciembre de 2013.