El torero que arriesgaba hasta en los brindis

Plaza de toros de Zaragoza. Día de la Virgen del Pilar. Lleno hasta la bandera. La presencia de Ignacio supone un éxito tan grande que el empresario le ha firmado un contrato en blanco para el año siguiente. La anécdota es increíble. Llega la hora de brindar y el torero se acerca a su amigo, el onubense Pérez de Guzmán, y le dice para que lo escuche toda la plaza: «Brindo la muerte de este toro por la Virgen verdadera, por la nuestra, por la del Rocío…». El escándalo que se monta es enorme y los aplausos que se había ganado se transforman en insultos. Costaría creerlo si no tuviéramos constancia escrita del suceso, por su mozo de espadas, que al día siguiente le dice al periodista: «Ya sabrá usted lo de Zaragoza. Es que ya exponemos hasta en los brindis, don Gregorio».

Ignacio Sánchez Mejías vino al mundo en Sevilla el seis de junio de 1891, en la calle de la Palma (hoy, Jesús del Gran Poder), en el barrio de san Lorenzo, en cuya parroquia fue bautizado con el nombre de Ignacio de Loyola Paula del Sagrado Corazón y Heráclito de la Santísima Trinidad. Nace en el seno de una familia acomodada: su padre es médico cirujano y él hace el número 22 de sus hermanos.

Hombre de su tiempo, la vida para él fue una constante aventura: pilotó automóviles y aeroplanos; sus hijos estudiaron en Francia y en Suiza, y se apasionó por el fútbol, un deporte que ya empezaba a levantar pasiones. Estaba almorzando en su casa, cuando un criado le avisó de que habían llegado unos señores que querían verle. Cuando volvió a la mesa, le contó a su hijo que le habían ofrecido la presidencia del Betis.

—Pero tú eres sevillista y habrás dicho que no —protestó el chico—.

—Niño, tú te callas: tu padre puede ser presidente del Betis y, si se lo propone, de la República.

A Ignacio le gusta lo grandioso. El once de julio de 1922 se encierra con seis toros en la Monumental de Barcelona. Al atardecer, la policía tiene que disolver una manifestación. ¿Qué exigen los exaltados? ¿La independencia del pueblo catalán? No, señor; proclaman el triunfo de un torero, Ignacio Sánchez Mejías, que fue llevado a hombros desde la Monumental hasta el Hotel Oriente. ¡Casi cuatro kilómetros!

Aquel mismo año, torea siete corridas en Valencia. En la quinta, está a punto de herir a su compañero “Maera”, al tirar el estoque en un gesto de enfado, y las crónicas hablan de los “instintos suicidas” de Ignacio, con una fotografía del torero arrodillado, dándole la espalda a un miura, mientras se seca el sudor de la frente con un pañuelo. En la sexta, sufre una cogida y no triunfa; pero, en la séptima y última, se desquita: corta una oreja, y el público le obliga a dar tres vueltas al ruedo. El articulista lo resume así: «…había puesto en los vuelos graves y serenos de su muleta, todo el temblor ideal de su alma de artista, y en la punta de los cuernos, el ascua roja y amarilla de su corazón de hombre». ¡Cómo escribían entonces los periodistas! Sus palabras despiertan ecos en el alma.

Se dijo de él que había brotado, como en las leyendas fantásticas dicen que brota Satanás, envuelto en humo y precedido de una detonación. Fue un hombre de una personalidad poliédrica, valiente, sensible y sentimental. Cito la dedicatoria a su hija Piruja de una foto, en la que aparece victorioso al lado de un toro muerto a sus pies.

Cien mil toros mataría
para labrarte un camino
de alegría.
Cien mil toros mataré
para que tú nunca sepas lo que sé:
que en la vida, Pirujita
tan bonita,
se esconden por las esquinas
todas las malas partidas.

Ignacio tuvo una vida agitada, itinerante y difícil, llena de nostalgia y no exenta de momentos de amargura y soledad. Reproduzco una nota de la carta que escribió, desde México, a su amigo José María Cossío: «Como una flecha audaz y aventurera llegó hasta aquí, en un día de tristeza, el saludo gentil que allá en Tudanca, desde un rincón de vuestra biblioteca, mandabais al torero que lucha en tierra extraña […] que a fuerza de estar lejos y estar solo, la fe revive en mí, y la antigua arrogancia se torna en sentimiento humilde y bueno, como en la tierna infancia».

García Lorca habla del luchador en la intimidad; del Ignacio menos conocido:

¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!

Tras una discreta actuación en Valladolid, el 18 de septiembre de 1925, el torero está en su cuarto echado en la cama, rodeado de amigos, hablando de toros, de política, de literatura… De improviso, entra un mocito pinturero, que se le acerca y le dice:

—No he querido dejar de venir a saludarle. ¡Le estoy tan agradecido! Y quisiera pedirle un favor. Yo soy Gaonita, al que hirieron en un pueblo de esta provincia, la misma tarde que a usted en Burgos, un toro de Miura.

—Bueno añadió Mejías, lo principal es que te restablezcas; después, pídeme lo que quieras; que, si puedo yo hacerlo, se hará.

—Lo que deseo, lo que anhelo, don Ignacio, es que me deje besar su mano, que tan generosamente me ha protegido ya.

La vida es una historia que siempre acaba mal. La mayor tragedia de esta historia, que es la vida, es tener que mirar a la muerte cara a cara, como Ignacio hizo tantas veces… a las cinco en punto de la tarde.

BIBLIOGRAFÍA

Ignacio Sánchez Mejías, el hombre de la Edad de Plata. Andrés Amorós. Antonio F. Rojas. Editorial Almuzara.

 

roan82@gmail.com

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