«Qué bonito es llegar a viejo». Esto lo tenía mi cuñado en un pósit (‘hoja pequeña de papel, con una franja autoadhesiva en el reverso’) en una pared de su despacho… Sí, lo tenía (me figuro) que para ir haciéndose a la idea de que la vejez se le podía ir viniendo. Idea vana.
Es curioso, escribo esto en fechas de recuerdos tradicionales, los de nuestros difuntos (dejo lo del truco o trato para otros) y parece que hay coincidencias inoportunas entre lo que es tradición y lo que la vida nos impone.
Por estas fechas de Todos los Santos y Todos los Difuntos, mi madre elegía un rincón de la habitación menos visitada (en todas las casas antiguas había una habitación misteriosa, casi inaccesible) y ahí ponía, en un plato o taza grande, aceite y, flotando en el mismo, unas lamparillas o “mariposas” que se encendían y se alimentaban del fluido oleoso. Esas llamitas mortecinas (nunca mejor dicho) permanecían encendidas dos o tres días, impregnando la habitación de una mezcla rancia y pesada de olor a cera y a aceite requemado, atmósfera que, creo, era la más adecuada para aquella representación necrófila. Representaría, cada lamparilla, a un difunto de nuestros deudos y allegados. Culto memorial a los muertos, como rito propiciatorio o expiatorio, según creencia y sentimientos.
El ser humano se enfrentó desde sus inicios a varios dilemas y desconocimientos fundamentales y tremendos, porque de los mismos no tenían respuestas (ni ahora las tenemos). Mas eran realidades tan patentes y de tanta influencia y calado en sus existencias que se imponían, sobrepasando sus capacidades de comprensión y de explicación. Y de ahí sublimarlos, ascendiéndolos a la categoría de tabús, de intocables, a arcanos mágicos o divinos.
Magia y divinidad como medio y fin para hacer inteligible lo inexplicable. Se pone, como indicativo de avance y desarrollo del espíritu humano, el trato dado a los muertos.
Encontrar un asentamiento arqueológico, en el que se hallen testimonios de la cultura de enterramiento de sus habitantes, es un dato fundamental para catalogarlo e interpretarlo. Y es cierto casi siempre; es lo primero (o lo único) que se encuentra. Mediante ello, se deducen muchas características de esos moradores y se les clasifica con otros iguales o parecidos, estableciendo su pertenencia a una civilización concreta.
El culto a los muertos, que nos lleva a querer entender el sentido de la muerte y, más aún, a lo que tras ella podría haber. El gran arcano. Y las religiones, todas, han intentado dar una explicación por más peregrina que sea, absurda, ilógica o gratificante. Y, sin embargo, la cruda realidad se impone y con ella el desconocimiento (que lo demás es absoluta fe o descreimiento).
Murió mi cuñado, tras breve enfermedad, sin remisión ni opciones. Murió una semana antes a estas fechas de recuerdos anuales. Recuerdo sobre recuerdo, todo un monte de sentimientos y realidades acumulados, estratos de emociones.
Y, el absurdo. La pregunta sin sentido, la respuesta que no llega porque no puede llegar.
¿Por qué él y no otro?; ¿por qué ahora y a destiempo…? Una persona puede estar radicalmente ajena y alejada de la muerte y, sin embargo, la muerte ya la tiene anotada en su agenda inmediata… Desconcertante.
Desconcertante como constatar que uno está incluido en una lotería de la que desconoce los números que lleva y los sorteos en los que entra. Desconcertante encontrar que nadie te puede explicar, razonadamente y con argumentos de peso, lo que ha sucedido o pueda suceder algún día. El religioso te remitirá a los tópicos de sus creencias, tan frágiles; el ateo te dejará al pie de un vacío inane y absurdo. Te quedas inerme y desvalido, entre un todo y una nada, y ninguno nos da o nos puede dar una solución definitiva. Y quedamos tan desamparados… Y nos invade el miedo.
Porque este es el miedo definitivo, el total. El que se nos ha metido tras la teoría de la culpa, del pecado, del castigo… El miedo del que sabe que su vida no fue un buen obrar, del que tiene deudas pendientes, del de la conciencia sucia y se enfrenta al juicio supremo. Algunos, los menos, creyendo también en lo anterior, se sienten merecedores de compensación (sea de sus buenas acciones o de sus sufrimientos terrenos) y no temen, sino que desean la muerte.
Y la indiferencia de quien cree que todo es finito y, tras sí, ya no queda nada.
Pero el humano tiene horror al vacío. Por eso sentimos y deseamos que algo nuestro perdure. El efecto o el recuerdo de nuestros actos, nuestra sangre en nuestra descendencia, algún resto material o incluso una brizna de viento que lleve nuestro polvo… «Polvo seré, mas polvo enamorado».
Nota: Juan Antonio Terrón Fuentes, comandante de la Guardia Civil, murió el 25 de octubre del año en curso. Era mi cuñado. En memoria.