Y, para despedirse, los chicos del Cineclub El Ambigú quisieron asegurarse el éxito de su meritoria labor escogiendo cuatro clásicos y agrupándolos en “Ciclo Imprescindibles 5”, con motivo del 50.º aniversario de Los pájaros. Acertaron de pleno…; pues son cuatro creaciones del insondable mundo del cine en las que era preciso ahondar más y mejor (si se había tenido la suerte de haberlas visto antes) y/o disfrutarlas al fin (los que todavía no habíamos tenido el gusto de visionarlas).
La strada (La calle), de 1954, proyectada el 6 de junio. Empezamos el último mes del curso cinematográfico 2012-13 con una fabulosa película de Federico Fellini, de las de su primera época (el neorrealismo) que, según Andrés, es mejor (o al menos así se lo parece) que las que hizo después, antes de que se hiciera famoso con su carrera más internacional y exitosa. Nos juntamos más gente que otras veces en la sala de proyección, con esa pantalla mediana que nos hace creer que estamos viendo una gran película en una gran pantalla: así es el cine y la imaginación…
Andrés presentó las cuatro películas (de cinco estrellas) que habían programado para ese mes, y dio el resumen de La strada. La acción tiene lugar en la Italia de los primeros años de la posguerra mundial. Zampanó (Anthony Quinn) es un artista ambulante de carácter violento y agresivo que, al enviudar, compra a su cuñada Gelsomina (Giulietta Masina), sin que su madre se oponga. Atraída por el estilo de vida nómada que llevan y porque su dueño la incluye en el espectáculo, Gelsomina di Constanzo prefiere no abandonarlo hasta sus últimas consecuencias, a pesar de tener otros ofrecimientos de trabajo… La mujer de Fellini (Giulietta Masina) hace un papel fabuloso por su autenticidad y la serie de valores que acumula junto al titiritero Zampanó, con claras reminiscencias del Chaplin de “La quimera del oro”. Este filme (en blanco y negro) reproduce cuadros vivientes de la Italia del siglo pasado, mostrando la devoción popular, las procesiones e imágenes cristianas…, así como el poder fáctico que tenía la iglesia católica; de ahí que se catalogue como “neorrealista”.
Se cuenta la historia de una muchacha con cierto grado de anormalidad (lo que hoy denominaríamos “discapacitada psíquica límite o borderline”), rebosante de inocencia y bondad (aunque con una inteligencia emocional especial); que marcha con Zampanó y su carromato a través de todo el país para ganarse la vida, recorriendo pueblos del interior y de la costa, tanto en el agradable verano como en el crudo invierno. En su transcurso, se ven enredados en un circo donde un funambulista (Richard Basehart), alegre, jovial, excéntrico, amable y respetuoso, entabla amistad con Gelsomina y provoca los celos de Zampanó, siendo fuente del problema que los dos protagonistas principales van a tener hasta llegar al desenlace final…
Fellini da un aldabonazo en la conciencia de los espectadores, sobre el tema de la anormalidad que padece o muestra Gelsomina; como lo vimos ya en D. Quijote, llegando a la misma conclusión: a veces, es más cuerda la persona que tildamos de “loca” que el más “sensato” de los ciudadanos… Y todo ello hace pensar también al desapegado y machista titiritero, provocándole sentimientos de tristeza, soledad y preocupación (cuando antes no los había experimentado); para que recupere la sensatez, cuando (como suele pasar en la vida) ya no tiene remedio… La escena final, una de las más tristes y bellas de toda la historia del cine, es un rejonazo a la conciencia del espectador, rememorando la especial femineidad y personalidad de Gelsomina, que ha calado en lo más hondo del machismo rudo y brutal de Zampanó, haciéndole pensar que no todo lo que ve en su vida trashumante es blanco o negro, sino que es precisamente ese amor no expresado, no desarrollado, el amargo combustible que prenderá su fuego emotivo… Y es que, a veces, no somos capaces de apreciar lo que tenemos, ni de mostrar nuestro amor, hasta que lo que amamos desaparece: es ésta (tristemente), una experiencia universal…
En esta película, se ve bien reflejado el síndrome de Estocolmo, en el que la víctima siente un vínculo amoroso (o de especial aprecio) por el secuestrador… No sé cómo calificar el proceso contrario: reconcomio y/o remordimiento del secuestrador (aunque pagase por la víctima), por lo que nunca hubo de hacer con ella, después de haberle tomado cierto cariño…
Fellini se vale de una estupenda banda sonora a cargo de Nino Rota, su colaborador habitual en estas lides, hasta 1979, fecha de su muerte; y de una bella fotografía en blanco y negro, a cargo de Otello Martelli, para retratar la miseria de un país destruido y abatido, en pleno proceso de reconstrucción y en mitad de una miseria devastadora…; y para narrar la interrelación entre dos seres aparentemente opuestos, pero que, sin embargo, tienen algo en común: su errante soledad y su dificultad para encajar en el mundo. El film se convierte verdaderamente en una historia de amor imposible, más que en la denuncia social en que, como fondo, se desenvuelven los personajes: el amor dulce y abnegado de la enternecedora muchacha choca, una y otra vez, con el amor orgulloso y egoísta de Zampanó, ciego y temeroso de sus propios sentimientos; aunque acabará (finalmente) tomando conciencia de su ya inevitable y amarga soledad.
Fue un placer añadido salir del visionado de la película y encontrarse con el fresquito de la noche y las últimas luces rosáceas del astro rey… Y es que esta primavera loca que este año hemos vivido (y que más tarde persistiría…), ha devenido en el verano que estamos pasando, sin confirmar los falsos augurios catastrofistas de “ciertos entendidos”, que auguraban un fresco verano; o, aún peor, lo que los meteorólogos franceses han demostrado ser: pésimos previsores, pronosticando que no iba a haber verano, cuando está ocurriendo todo lo contrario…