Yudi lleva muchos años fuera de nuestras vidas. Parece mentira que un ser tan pequeño, que no hablaba, ni reía, ni gritaba, y que sólo pasó siete u ocho años con nosotros llegara a sernos tan importante. Me parece verla con su pequeña talla, grandes orejas, ojos negros enormes y vivarachos, pelo corto de color canela y esos ladridos agudos, a veces alegres, a veces enfadados e incluso alguna vez lastimeros. Sí, efectivamente, Yudi era mi perra.
No recuerdo con exactitud cuándo llegó a nuestra casa. Por pequeños detalles debió ser un día de primavera o finales de invierno. Yo tendría trece o catorce años. Mis padres no querían animales, pero mi hermana los convenció y la trajo de casa del tío Manolo, pues su perra, que era la madre, llamada Perlita, la había tenido junto a otros cachorros. Se parecía mucho a los pequineses, porque el padre era de esa raza; pero era de pelo corto, porque la madre así lo tenía. Parecía una bolita de pelo canela con unos ojazos negros y un hociquillo chato que siempre se estaba lamiendo.
Se adaptó estupendamente; al poco tiempo, era una más de la familia. Le pusimos Yudi por una canción que entonces se estilaba, de título “Yudi con disfraz”. Resultaba graciosísimo verla correteando o mordisqueando la caja de cartón que le ponían para dormir y que, como es lógico, había que cambiarla bastante a menudo. Cuando se hizo mayor, se le puso un cajón de madera con un cojín relleno de goma espuma, que le hizo mi madre.
Se acostumbró pronto a no ensuciarse por medio. Teníamos cuidado, en especial mi madre, de que saliera varias veces al día a la calle y, si no podía ser,lo hacía en el patio donde, con un cubo de agua y un recogedor, estaba todo arreglado.
Su corta vida dio cabida a múltiples anécdotas, en especial en los primeros tiempos en que era juguetona. Cuando nos íbamos, sacaba los zapatos a lo alto de las escaleras. También lo solía hacer cuando había visita, sólo que entonces eran las zapatillas, procurando sacar las más viejas que encontraba, con las consiguientes risas de los presentes y el sofoco de mi madre, si la visita no era de mucha confianza.
Otras veces, se pasaba un buen rato jugando con una cuerda atada a una llave de la puerta o con una pequeña pelota de goma (de esas de los zapatos gorila) que había por la casa.
Una de las cosas que más gracia me hizo fue el día que vino de la calle con un chupete en la boca, pero bien puesto, como si fuera de verdad. Tanto nos reímos que mamá se lo guardó y, de vez en cuando, se lo daba para que jugara.
Era muy cariñosa. Parece que la estoy viendo saltando alrededor de mi padre y bajar las escaleras como una bala en cuanto le olía, incluso antes de que metiera la llave en la cerradura.
Le gustaba mucho, cuando estábamos alrededor de la mesa, que alguno la subiera a su falda y ella, poco a poco, iba pasando de uno a otro hasta que daba una y otra vez la vuelta.
El episodio más triste que nos tocó vivir junto a ella fue cuando se perdió.
Sucedió en la Navidad en la que mi hermano, viniendo de Badajoz, tuvo un accidente con su familia. Mi padre y mi hermana se fueron a misa a los jesuitas y ella, que era muy pequeña, se escapó a la calle corriendo tras de ellos, pero no volvió a la casa. La pena que nos invadió a todos fue tremenda: nadie tenía ganas de nada. Mi madre decía, entre lágrimas, mientras que guardaba su cajón y demás pertenencias, que si se hubiera muerto no lloraría, su pena era por si estaba pasando “penalidades”. Ese año, la Nochevieja, que siempre era entretenida y alegre, resultó triste y aburrida. Nos acostamos pronto, pues, además de que llovía, nadie tenía ánimos de nada; pero, a eso de las dos de la mañana, oímos ladridos y a Manuel, el vecino, gritar:
—¡Don José! ¡Don José! ¡Que está aquí la Yudi! ¡Que está aquí la Yudi! ¡Abran la puerta!
Efectivamente, Yudi venía corriendo y ladrando. Todos nos levantamos para recibirla. Tenía los bigotes cortados. Se conoce que se habría escapado, con el alboroto de la fiesta, de donde la tuvieran cogida. No sé cuantos días estuvo perdida, pero se nos hicieron tristes y eternos.
Las fiestas volvieron a ser alegres, aunque Yudi en varios días no comió mucho y no quiso salir a la calle, cosa que antes le encantaba.
Vuelvo a repetir que era muy graciosa. Daba risa verla hacer las acrobacias que le había enseñado mi madre: se ponía de pie en un rincón o le ponías las manos en arco y saltaba entre ellas. También era divertido cuando jugaba en el patio con Kike, el gorrión que se cayó pelado del nido y criamos con sopas en leche. Aunque, a veces, Yudi acabó con algún picotazo casi en los ojos. Se subía a las azoteas y, como no tenían valla, se metía en los tejados. Primero en los nuestros y luego en los de los vecinos. Se asomaba a los filos de las casas. Yo no quería ni mirar, pues pensaba que alguna vez se escurriría y se caería, cosa que nunca sucedió; pero resultaba súper gracioso verla casi como los gatos.
Cuando criaba, era una madre ejemplar. Los primeros días había que echarla prácticamente a la calle; pero, al momento, ya estaba lloriqueando o ladrando para que le abriéramos. Crió algunos ejemplares muy bonitos, pero ninguno como ella.
Un siete de octubre de hace más de treinta y seis años nos dejó. Ya hacía mucho que no se interesaba por las “travesuras”, como aquella vez, siendo muy pequeña, que se comió la pasta de atrás del libro de Ciencias Naturales o cuando me cogió la bobina de hilvanar y la enmarañó y mordisqueó. La seguíamos queriendo como siempre. Mi padre se la llevó envuelta en un lienzo y la enterró en uno de los campos de los jesuitas. Nos parecía mal tirarla a la basura, pues era como de la familia.
Yo estoy segura de que, si el cielo de los perros existe, mi Yudi tendrá un sito estupendo en él.
Úbeda, 10 de agosto de 2013.