Las vacaciones siempre han sido para mí (y lo siguen siendo) una época especial. De niña las esperaba con ilusión. Las de Navidad: por los regalos de Reyes; poner el Nacimiento; los villancicos que a todas horas inundaban la radio; los mantecados que mi madre hacía en casa para, luego, llevarlos a cocer al horno de Pedro; y que se reservaban, sobre todo, para los días claves. Me veo ayudando, o más bien estorbando, con los moldes, recortando papel de seda, liando o guardando en cajas (cuando los mantecados ya estaban hechos) y, cómo no, la ilusión de los Reyes, con el consiguiente cuidado de portarme bien para que vinieran cargados con buenos regalos, y no con carbón.
La Semana Santa duraba menos, pero también tenía su aliciente: los hornazos. Recuerdo a mi madre preparando el aceite y los doce huevos para llevarlos al horno; entonces no era como ahora que bastante antes ‑e incluso todo el año‑ los encuentras en cualquier tienda, sino que había que encargarlos al horno y llevar los materiales. Esa docena de hornazos se guardaba hasta el miércoles santo, que empezábamos a comerlos para desayunar. A mí me encantaban esos desayunos.
Las procesiones, cómo no, se esperaban con impaciencia. Eso de los tambores, trompetas, penitentes y demás parafernalia era algo que me entusiasmaba, y sigue entusiasmando a los más pequeños. Como algo anecdótico, contaré que, cuando era muy pequeña, como mi padre no pertenecía a ninguna cofradía, yo no veía túnicas en mi casa y pensaba que los penitentes, al verlos salir de las iglesias, vivían allí todo el año.
De entre todas las procesiones, la que más me ilusionaba era La General. Me encantaba ver cómo iban las cofradías una tras otra, aunque, como era tan larga, acababa muy cansada; pero, a pesar del cansancio, nunca quería perdérmela. Aunque lo que esperaba con suma impaciencia era la llegada de mis tíos Ramón y Trini, con sus seis hijos, a casa de mi abuela.
Me agradaba reunirme con mis primas, sobre todo las pequeñas, que eran casi de mi edad. Jugar con ellas y, también, cuando ya eran mayores, pues, como no cabían en casa de mi abuela, alguna se venía a dormir con nosotros.
Todas las tardes nos juntábamos, en la casa de la Corredera, los más pequeños de los trece primos, pues también venían los cuatro hijos del tío Manolo, para ver las procesiones y jugar un buen rato. A veces, nos peleábamos y la abuela o nuestros padres tenían que poner orden.
Un año, para ver pasar la procesión de Jesús, pues salía muy temprano y yo por aquella época no era muy madrugadora, me fui a dormir en una cama mueble con mi prima Pili, a casa de nuestra abuela. Las dos dormimos fatal, aunque no lo reconocimos, pero vi pasar la procesión, que era el objetivo perseguido.
Otra cosa que esperaba con impaciencia de estas vacaciones era el coche del tío Ramón. Nosotros no teníamos coche y en esos días, por la noche, mi tío nos llevaba con el suyo hasta nuestra casa. A mí me parecía un coche enorme; en realidad, era un Seat 600, pero yo lo sigo viendo, en esos años infantiles, tan grande como un 1 500 u otro parecido de la época. Una noche, no sé por qué, nos llevó a la Estación Linares‑Baeza. A mí se me figuró un viaje larguísimo, aunque eso está ahí mismo; me veo en el asiento trasero acurrucada, observando la carretera iluminada por los faros del “seillas” y cruzándonos con otros coches; me sentía nerviosa y, al mismo tiempo, como si estuviera participando en una gran aventura.
A veces, le gastaban bromas a mi tío con lo de ser tantos y tener un coche tan pequeño; y yo, por aquel entonces, no las entendía, pues para mí el auto, como ya he dicho, era enorme, y comprendía que los ocho cupieran perfectamente en él. Luego, cuando ya tomé conciencia de las dimensiones, llegué a entender esas bromas. Sé que mis primos mayores, cuando eran pequeños, todos viajaban en él; después, solían venir a Úbeda en el autobús. Con el tiempo, mi tío cambió de coche, aunque eso fue bastante después. Sus compañeros le decían que no le pintaba, siendo el director de un banco, que tuviera un coche tan pequeño. Él no hacía caso y contestaba que por lo menos estaba pagado, cosa que no pasaba con muchos de los coches que ellos conducían.
Las mejores vacaciones eran las de verano. En esos años las veía larguíiiiiisimas, casi inacabables. Las tardes‑noches eran soberbias, pues aunque por las mañanas había que repasar y hacer otras tareas, a la caída de la tarde las chiquillas del barrio nos salíamos a jugar y estábamos en la puerta con los vecinos charlando y jugando: a las prendas, a los colores, a “ciminicerra”, a príncipes y princesas, a las figuras o a ensayar bailes y canciones, que luego representábamos ante los vecinos. Había poca luz, lo que nos permitía, todas las noches, mirar al cielo estrellado y redescubrir el satélite que pasaba entre las estrellas; o apreciar algún meteorito, del que nosotros decíamos que era una estrella que se había movido; y al descubrirla, se podría pedir un deseo.
Algunas noches se estaba tan bien en la calle, que nos daban más de las dos y mi madre, que no solía salirse, pues siempre andaba con algún quehacer, salía para que nos entrásemos a dormir.
No sé ahora qué pasará por el barrio, pues hace más de treinta años que salí y muchos de los vecinos ya no están con nosotros y las costumbres –además‑ han ido cambiando rápidamente.
No es que piense que cualquier tiempo pasado fue mejor, pues según esta filosofía todavía estaríamos en la Edad de Piedra; pero (a veces) me gustaría volver para poder admirar el cielo estrellado y disfrutar todo lo bueno que pasaba en aquellos días…
Úbeda, 23-7-2013.