Muñoz Molina, maestro de la pluma, escritor admirado y lejano compañero de colegio, visitó el jueves pasado el Ateneo barcelonés. Venía con una sencilla camisa blanca ‑sin marca‑; un pantalón corriente ‑como de mercadillo‑; la barba descuidada ‑para ahuyentar la vanidad‑; una mirada observadora y un punto de ironía, apenas perceptible, en la sonrisa. Enrique de Hériz, profesor de narrativa de la Escuela de Escritores y novelista acreditado, comentó la obra, el recorrido literario y el último libro de Muñoz Molina: Todo lo que era sólido.
Además de escritor excepcional, Antonio me pareció un hombre honesto, íntegro y sincero. Empezó hablando de su tierra: sus orígenes, su ciudad, su familia, su colegio. Nos dijo que había estudiado en un colegio para niños pobres. Un colegio de jesuitas con grandes edificios, campos de fútbol y dormitorios para internos. A sus seis años, no entendía el significado de la palabra interno. Él decía “linterno”. Cuando aclaró que, para él, un “linterno” era un niño mayor, los asistentes se echaron a reír.
Seguramente para justificar su aspecto frágil y sencillo, siguió diciendo que entonces los hijos de los pobres no hacían gimnasia. Y después, cuando se hizo mayor, en las redacciones de los periódicos se miraba con recelo el exceso de cuidado personal: un periodista tenía que fumar y beber como Humphrey Bogart, para no despertar misteriosas sospechas.
Yo me esperaba una disertación llena de tecnicismos sobre la narrativa actual o algo parecido, pero él habló con esas palabras tan sencillas que entiende todo el mundo. Dijo que los humanos habían contado historias desde tiempos inmemoriales. ¡Hasta cuando no sabían leer ni escribir! Que tanto las pinturas rupestres de la tierra de Arnhem, con cincuenta mil años de antigüedad, como las de Lascaux y Covadonga, son novelas que los hombres contaban por la noche, sentados junto al fuego en la puerta de las cavernas. Que, en cierto modo, somos autores de un relato que a todos no parece fascinante: la historia de la propia vida; y que, cuando va a su pueblo ‑Antonio usa la palabra pueblo, para referirse a Úbeda‑, siempre hay alguna viejecita que lo para por la calle para decirle: «¡Ay! Antonio, si yo te contara… mi vida sí que es una novela».
No hace falta decir que, con anécdotas como ésta, se metió a la sala en el bolsillo; pero, cuando contó lo mal que lo pasó en Madrid, el año que estudió en la facultad de Ciencias de la Información, se ganó la simpatía de los pocos remisos que quedaban. Confesó que participó en una manifestación y, a los veinte minutos, ya estaba esposado y en la cárcel. Ahora, la sala le dedicó un efusivo aplauso. En Barcelona, cualquier crítica de Madrid, por inocente que sea, es bien recibida y se festeja con elocuentes gestos de aprobación. Hasta Antonio, que es un hombre con cierto aire de timidez, se extrañó de la calurosa reacción del público.
También nos contó que en uno de sus viajes a Granada, cuando iba conduciendo el coche con su familia, uno de los niños se puso a quejarse y a enredar. En aquel momento, se dio cuenta de que era incapaz de reprenderlo y sofocar la situación. Dijo que se había sentido como un militar sin vocación y nos invitó a que imagináramos la tragedia del militar que no tiene vocación. Así nació otra de sus novelas. Tanto le gustó, que fue desarrollando la idea hasta convertirla en el tema central del relato.
Planteamientos sencillos y profundos, llenos de sentido.
—¿Sabéis por qué la novela del Lazarillo de Tormes —preguntó— se escribió en primera persona?
Todos le miramos, sin abrir la boca, esperando la respuesta.
—En el siglo XVI —explicó—, la literatura estaba al servicio de los reyes y la aristocracia: la mayoría de escritores se dedicaban a ensalzarlos y muy pocos denunciaban sus abusos. Con este panorama, ¿quién podía escribir la miserable historia de un lazarillo? Nadie. Tuvo que ser él mismo quien contara la novela de su existencia, en la que se reservó el papel de autor y protagonista. Decía Baroja que, en un autor ilustre, su obra siempre es más interesante que su vida; pero la vida de un autor desconocido puede interesarnos más que su obra.
Uno de los asistentesle preguntó por qué, en la actualidad, publicar es una tarea casi imposible, sobre todo para un autor que empieza.
—¿Alguien ha conocido otra época mejor? —contestó, echándose a reír—. No hace tanto que la mitad de la población española era analfabeta, y todos recordamos que, por cuestiones de ideología, se censuraban las obras de ciertos autores. No creo que, hoy día —continuó diciendo, muy convencido—,ninguna buena novela se quede sin publicar. Lo importante es saber por qué se escribe, y leer mucho para escribir mejor. Un artesano mejora su trabajo con la experiencia, pero a los escritores no les ocurre lo mismo. No os importe —dijo finalmente— que alguien os diga que es muy malo lo que escribís. Creedme, si os digo que os hace un favor.
Para finalizar y posiblemente para motivarnos, contó un hecho muy llamativo. En Estados Unidos se venden cada año más de trescientos mil ejemplares de El gran Gastby; pero, en 1925, Francis Scott Fitzgerald sólo percibió treinta y tres dólares por la publicación de su libro. Cuando su hija le contó a una de las “linternas” del colegio en que estudiaba ‑eso dijo y la gente se volvió a reír‑ que su padre era escritor, la otra no se lo creía. Recorrió, con ella, un montón de librerías para convencerla y en ninguna encontraron un solo ejemplar.
Al final, refirió el caso de Manuel Chaves Nogales, autor que hoy se considera uno de los grandes escritores españoles del siglo XX, pero que hasta hace muy poco tiempo casi nadie lo conocía. Murió sólo y pobre, en el cuartucho de una fonda de Londres en 1944, poco antes de que los americanos desembarcaran en Normandía.
Llevaba hablando casi hora y media, pero el tiempo pasaba rápido como un suspiro. El profesor Enrique de Hériz miró al reloj y leyó un párrafo de su último libro, para cerrar la sesión. Copio aquí la cita textualmente, para que cada uno saque sus propias conclusiones.
El que maneje dinero público, que lo controle hasta el céntimo y que esté dispuesto a responder de cada euro que gaste. El médico, que recete la dosis más exacta posible de la medicina. El encargado de barrer la calle, que la deje tan limpia como si estuviera barriendo su casa. Y el ciudadano que pase por ella, que procure dejar el mínimo rastro de su paso, porque cuanto menos se ensucie menos habrá que limpiar, y cada poco que se ahorre cuenta en este tiempo nuevo, en el que nada es gratuito y en el que no somos ricos.
Al terminar, me acerqué a la mesa y me presenté.
—Me llamo Dionisio, soy diez años mayor que tú, y estaba en las escuelas de la Sagrada Familia cuando los alumnos de primaria ibais en fila, con el mandilón azul, desfilando al son de las canciones de Manolo Escobar.
Me estrechó la mano, y escribió en el libro una entrañable dedicatoria: Para Dionisio, un “linterno” de pro, con mi amistad. A. Muñoz Molina.
Así son los genios, siempre encuentran la palabra justa y el adjetivo conveniente. A los demás nos gustaría escribir con su claridad y sencillez; pero, a veces, sólo conseguimos borrones y tachaduras. Yo… ni siquiera tengo la seguridad de haber expresado con precisión la visita de Antonio Muñoz Molina al Ateneo de Barcelona. Soy como aquel autor que tenía miedo del inexperto escritor que llevaba dentro.
Barcelona, 25 de junio de 2013.