El vuelo del monaguillo

El rey Felipe II ha llegado a Úbeda acompañado de su corte y sus ministros en una lujosa carroza. (Es día tres de junio de la primavera de 1570). Acaba de jurar ante los Santos Evangelios que guardará los privilegios, fueros y exenciones que esta ciudad posee, ante la imagen de Nuestra Señora de los Remedios, que se encontraba a la entrada de la puerta de Toledo. Ha sido invitado por el Marqués de Camarasa, su ilustre anfitrión, y se dirige hacia el Palacio de los Cobos para tomar un baño y cambiarse de ropa. Después, será obsequiado con una opípara comida, aderezada con los más exquisitos manjares de esta andaluza tierra, y servida en vajilla de oro y plata en la que lucen esplendorosas las armas de su padre: don Francisco de los Cobos.

Tras el copioso y espléndido ágape, por el que es felicitada la cocinera ubetense que lo ha preparado amorosamente (entre otros manjares, unos andrajos que estaban para chuparse los dedos…), el egregio huésped se echa una breve siesta para, después, visitar la Sacra Capilla de El Salvador, acompañado de los caballeros de la corte, ministros, nobles y clérigos.

 

Se oyen los vivas y aplausos de la gente congregada en el corto trayecto que separa el palacio del templo. Las golondrinas vuelan asustadas sobre la Plaza de Santa María, mientras las campanas y esquilones de la alta torre de la iglesia voltean sin cesar.

El ambiente es de fiesta. Una corte casi catedralicia de canónigos y beneficiados, ricamente ataviados con oro y pedrería para tan magna ocasión, esperan en el intradós (donde los dioses y héroes paganos asisten mudos y solemnes…).

El deán de la catedral de Málaga, capellán mayor, don Fernando Ortega Salido, aguarda a la sombra del palio, revestido de toda la pompa majestuosa que requiere la ocasión. Está más orgulloso que un cardenal. Se adelanta emocionado a recibir al monarca, dándole la bienvenida y, con una reverencia, besa la mano de su majestad. En su rostro, luce una sonrisa de benignidad embaucadora…

Bajo palio y entre las volutas olorosas de incienso, el buen rey se dispone a entrar en la suntuosa Capilla de El Salvador. En ese momento clave, se interrumpen los aplausos y vítores y toda la muchedumbre fija su mirada hacia arriba, a la vez que se oyen chillidos histéricos de mujeres que, con las manos, se tapan desesperadamente el rostro.

Don Felipe, al oír tanta algarabía, retrocede unos pasos y, ya fuera del palio, mira hacia lo alto… Se siente inundado de un sudor frío y pegajoso, que perla su semblante. Y es que uno de los monaguillos, que se encontraba en la torre, haciendo sonar las campanas, por asomarse al hueco del campanario, con el fin de ver a la comitiva real, ha perdido el equilibrio y, tras gritar desaforadamente, se ha precipitado en el vacío, convertido en un guiñapo que desciende vertiginosamente, hasta que la sotanilla roja (gracias a una inesperada ráfaga de viento) detiene su fatal caída; y, poco a poco, esa mancha roja se estrella contra el suelo; exactamente a los pies del monarca.

El rey siente un escalofrío por todo su cuerpo. El niño parece estar durmiendo, tendido ante él. Al poco tiempo, recobra el aliento, se levanta apresuradamente del suelo y se dispone a recoger las vestiduras, echándose a llorar amargamente. Toda la gente, asombrada, exclama al unísono: «¡Está vivo…!». Cesan los gritos en toda la plaza, pues la muchedumbre no da crédito a lo que ven sus ojos. Dos altos y fuertes soldados de la escolta transportan al niño al interior del templo, para acostarlo en la mesa de la sacristía. Allí, a la luz de las velas, el doctor don Ambrosio de Villarroel le hace un minucioso examen, sin hallar ningún rastro de herida ni la más leve contusión; por lo que redacta un informe médico en el que diagnostica que el pequeño no ha sufrido lesión alguna.

El monarca queda impresionado por la noticia y llora sin disimulo, empapando su rostro con el pañuelo que saca de su bolsillo. Se adelanta hasta el altar mayor, para postrarse de rodillas ante la resplandeciente custodia, orando ante la sublime imagen de El Salvador, transfigurado en el Monte Tabor. Le da las gracias, porque el niño ha sido salvado de una muerte segura.

Han pasado muchos años y la memoria colectiva ha guardado este extraordinario suceso, que hasta el propio monarca Felipe II consideró como un milagroso y providencial regalo de El Salvador…

Úbeda, 13 de junio de 2013.

fsresa@gmail.com

Deja una respuesta