La escuela de Atenas (Rafael Sanzio)

Recuerdo con relativa nitidez un trabajo que nos encomendó nuestro profesor de Filosofía del colegio “Sagrada de Familia” de Úbeda, don Isaac Melgosa. Se trataba de la elaboración de un dibujo comentado sobre los principales filósofos de la Grecia clásica: Sócrates, Platón, Aristóteles y Demócrito. Huelga decir que los pretendidos retratos, dada mi nula habilidad para el dibujo, fueron desastrosos, aunque el texto que los acompañaba era bastante aprovechable. Puede ser que, desde entonces, mi interés por la Historia del pensamiento fuera creciendo como todo lo que se refiriera a la Historia (así, con mayúsculas). De ahí que este fresco que os presento se incluya entre “Mis pinturas favoritas”.

Fue pintado por Rafael, por encargo del papa Julio II (el mismo Papa que encargó a Miguel Ángel Buonarotti la bóveda de la Capilla Sixtina), cuando el pintor apenas tenía 26 años (hacia 1509). En este fresco, el de Urbino pretende reflejar la riqueza del pensamiento en la Atenas clásica, distanciándose así de sus repetitivos ‑y algo azucarados‑ cuadros religiosos, para mostrarnos la fuerza de la razón, que está representada por la filosofía. Descubrí tardíamente esta pintura, pues sus Madonas y sus Sagradas Familias absorbían entonces toda la atención (estábamos en plena época del nacional‑catolicismo que ahora intenta resurgir de nuevo). Cuando, por fin, estudié la obra de Rafael, a través de ilustraciones y diapositivas, me causó una impresión especial este fresco enorme (7,7 por 5 m) y abigarrado, que se encuentra en las Estancias de la Signatura, a dos pasos del sanctasanctórum del Vaticano: la Capilla Sixtina.

Por fin, pude verlo al natural y, casi de inmediato, cambié mi opinión sobre la grandeza pictórica de Rafael. Ese Rafael, un tanto dulzón y adocenado que nos habían mostrado tantas veces (algo parecido sucedió más tarde con Murillo), se convirtió ‑en mi apreciación‑ en un gigante, comparable a los más grandes. Y, si era capaz de llegar tan lejos con tan solo veintitantos años, qué no hubiera conseguido de haber vivido los años de Miguel Ángel. Confieso, sin embargo, que, la segunda vez que estuve en los Museos Vaticanos (hace unos meses), el fresco no tuvo el impacto de la primera, quizás porque la escasa luz ambiental de la sala (posiblemente intentando reflejar la escasez lumínica de las velas, a cuya luz se pintaba entonces) o el ruido que me rodeaba (¿por qué no se impone el mismo silencio en los museos que en los templos?) o la presencia de la gente, que me empujaba ‑literalmente‑ hacia la Capilla Sixtina, me impidieron una contemplación más serena y detallada.

De todas formas, a pesar de las ínfimas condiciones, nadie puede escapar a la riqueza pictórica, compositiva y paisajística del gran fresco ‑que ocupa un testero de la estancia‑ y a la fuerza del dibujo y la energía que se desprende de una pintura excelsa, en donde la técnica supera la complejidad que supone representar un gran grupo principal de personajes y varios pequeños grupos, que se distribuyen por el escenario (porque eso es esta pintura: un gran escenario teatral), en una aparente anarquía que, sin embargo, tienen una cohesión y un orden interno lógico, tal como lo quiere expresar el pintor.

En la escena, enmarcados en un edificio urbano renacentista (parece ser que se trata del proyecto de su amigo Bramante para San Pedro de Roma), aparece un conjunto de figuras de la filosofía y de la ciencia de la Grecia clásica. En la línea de fuga de la perspectiva, presiden la representación… Platón (bajo la imagen del viejo Leonardo), que con el dedo índice hacia arriba y el Timeo en la otra mano pretende mostrarnos su filosofía idealista, y Aristóteles, con la mano izquierda hacia abajo y la Ética en la otra, señalándonos el camino del conocimiento real, el que reside en nuestro entorno. Dos teorías filosóficas contrapuestas, que han presidido mucho tiempo el debate filosófico.

Como personajes secundarios, salen a escena los principales filósofos y científicos que brillaron en Atenas, introduciendo algún filósofo o artista que se sale de la época. Así desfilan por el escenario: Sócrates, en conversación con Alejandro Magno o Alcibíades (como se sabe, existe una polémica relación amorosa entre Sócrates y el político y militar Alcibíades, de la que hay muchas versiones), Pitágoras (filósofo, matemático y astrónomo), Parménides (la inmutabilidad del ser), Heráclito (todo fluye) ‑bajo la efigie de Miguel Ángel‑, Averroes (curiosamente, el gran comentarista árabe de Aristóteles), Epicuro, Euclides, Ptolomeo, Bramante (el gran amigo de Rafael), Diógenes (en lugar bien visible, no se sabe si para ridiculizarlo). En definitiva, Atenas y los amigos de la Atenas clásica, se convierten en el foco de atención de la mirada pictórica de Rafael, sin duda porque a las alturas de principios del Cinquecento, Atenas ‑Grecia (ahora mancillada por los poderes económicos y financieros)‑ es el faro que ilumina nuestra cultura occidental europea.

Y, para que nuestra atención no se disperse, dado el numeroso grupo reconocible, utiliza colores fríos o cálidos difuminados, a la manera de Leonardo, a través de los cuales puede expresar más fielmente la seriedad y trascendencia del pensamiento humano. La luz y el color condicionan la estructura del espacio y este tratamiento del color sumado a una luz suave de un azul blanquecino y unas formas ligeramente idealizadas, aunque sin llegar a la extrema idealización griega, indican conocimiento profundo y utilización de los principios y recursos de la perspectiva aérea. Es verdad que Rafael no posee el dibujo exuberante de Miguel Ángel, ni la luz y el color de El Corregio o Tiziano, ni la insinuación enigmática de Leonardo, pero sí tiene un equilibrio de forma y color únicos, que da como resultado una obra de serena belleza; por eso le llamaban “El divino”.

Aunque no lleva a sus límites esa simetría aprendida en el taller de El Perugino, la composición es bastante armónica y equilibrada, dada la complejidad para conciliar los diferentes grupúsculos.

Una línea horizontal divide el cuadro y en ella se encuentran, como si de una representación teatral se tratase, los dos principales actores de la escena, Platón y Aristóteles, por en medio de los cuales se abre el punto de fuga central. Por debajo de esa línea, dos grandes grupos, a izquierda y derecha, con los filósofos y científicos que hemos citado. Bramante y el propio Rafael, en la parte inferior derecha, se unen a Miguel Ángel (Heráclito) y Leonardo (Platón) para completar esa élite de artistas escogidos del momento. La parte superior del fresco está ocupada con estatuas, bóvedas de casetones y arcos renacentistas, lo que se conoce como paisaje urbano, y un fondo profundo por donde se escapa una luz suave, nunca cegadora, a la manera de Rafael.

Se ha debatido sobre la aportación de Rafael al manierismo, que, en Miguel Ángel (con sus formas hercúleas), en Tintoretto y Veronés con sus composiciones asimétricas y en El Greco con el descoyuntamiento de sus figuras etéreas, es clara o, pasando a la literatura, también en Shakespeare o Cervantes (es muy interesante repasar el espléndido ensayo de A. Hauser: Historia de la literatura y el arte. Nadie que pretenda dedicarse al estudio de las humanidades puede ignorar este libro espléndido, lleno de sugerencias e intuiciones), pero en el artista de Urbino ya se aprecian formas nuevas de interpretación de la pintura que intentan superar ese renacimiento algo encorsetado del quatrocento.

Como síntesis, prefiero citar al poeta francés H. Taine, que dice de Rafael lo siguiente: «…permanece sobrio, moderado, evita llegar al extremo del movimiento y de la expresión, depura los tipos y adapta las actitudes. Natural talento de la medida…».

Cartagena, 11 de junio de 2013.

jafarevalo@gmail.com

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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