Para mis hijos Víctor Manuel, Raúl David y Christian.
Ir y volver,
andar la misma calle inesperada
con la calma precisa de quien sabe
que el mundo empieza en cada esquina,
percibir los olores con el profundo aliento
que emanan las especias,
los dátiles, el cuero, y los madroños,
sentarse en un café
con una sola mesa
y escribir, si se puede,
dos palabras, o tres,
de las que quedan sólo
las letras desvestidas
de tinta irreverente.
Más tarde, salir por la puerta
Buonanía subido en un asnillo
o en las alas de un ángel
desventurado
que enciende con sus ojos
las luces del ocaso.
FIN