También Ardor guerrero va más allá de la ineludible reconstrucción del ‘yo’ como ocurre en la mayoría de los relatos autobiográficos, gracias a la gran calidad de observación y de reflexión existencial con que Muñoz Molina acierta a formular sentimiento y valores que, por ser humanos, trascienden el marco concreto del servicio militar. Por eso, no es extraño que la narración de la anécdota más trillada o de la situación más tópica se vean a menudo precedidas, entrelazadas o epilogadas, por reflexiones de hondo calado que colocan esas simples historietas en la perspectiva de la condición humana y del enfrentamiento entre un sistema de valores y de contravalores.
Así ocurre en el capítulo VI, en el que transcurre la etapa de aprendizaje o de iniciación de los reclutas a las obligaciones y obsesiones de la disciplina militar: «Cuando los instructores la tomaban con alguien, no por nada, sino por el puro deleite y la arbitrariedad del dominio»; o cuando, a fuerza de humillaciones, «[…] dentro de nosotros mismos, en nuestra densidad de chusma y de carne de cañón, despertaba también un hervidero constante de jerarquías y maldades […], no había piedad para el que se caía o tropezaba, para el que perdía el paso, para el torpe, para el que estaba tan gordo que no alcanzaba a subir la cuerda o a saltar el potro, para el afeminado o el lunático […], nosotros mismos nos acabábamos diciendo que debíamos ser crueles para sobrevivir, pero muchas veces la supervivencia era una disculpa o una coartada para la crueldad».
A estas reflexiones les sigue la narración de una serie de anécdotas, por lo demás bastante convencionales, las cuales van a funcionar como ilustración concreta de lo dicho, un poco a la manera ‑salvando las distancias‑ de la estrategia que utilizara Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache; es decir, ese procedimiento argumentativo típico en la literatura crítica y moral de la retórica de nuestro Barroco, según el cual, la definición precede a lo definido: «Todo es fingido y vano (asevera Guzmán). ¿Quiéreslo ver? Pues oye». Y, a continuación, el narrador‑protagonista relata una serie de ejemplos que demuestran que todo es simulación y vanidad. Ardor guerrero procede de modo parecido: A las citadas reflexiones en torno al ejercicio de la humillación «por el puro deleite y la arbitrariedad del dominio» le sigue la narración de tres anécdotas que ratifican tal ejercicio. Y se empieza por el propio protagonista, a quien el feroz instructor, llamado Ayerbe, propinaba bofetadas y puntapiés, porque no lograba acomodar su paso al ritmo común del pelotón:
«Aquel Ayerbe de la mirada oblicua y la visera sucia de la gorra caída sobre los ojos decidió que iba a amargarme la mía: le dio por mí […] y se le notaba que, desde la primera hora del día, estaba vigilándome para atraparme en alguna equivocación; y que, cuando yo la cometía y él se aproximaba a mí para darme una patada o un bofetón, estaba siendo empujado por una especie de furioso éxtasis de crueldad».
Luego tenemos el episodio protagonizado por el bondadoso y gigantesco Guipúzcoa‑22 quien, por sus andares de criatura de Frankenstein, era el hazmerreír de la tropa durante las clases teóricas, porque nunca lograba responder correctamente a la cuestión obligatoria de saberse el nombre del coronel del regimiento:
«A Guipúzcoa‑22 lo castigaba el teniente a quedarse de pie en un rincón, riñéndole con una blanda energía de catequista viejo, y luego le preguntaba el nombre del coronel del regimiento. Guipúzcoa bajaba la cabeza, la boca se le sumía aún más por encima de la mandíbula en ángulo recto, la abría, parecía que empezaba a articular una palabra difícil, se quedaba callado, el rosa vasco y suave de sus mejillas se volvía rojo cuando el teniente comenzaba a reñirle y a llamarle ignorante y acémila, y los demás reclutas se reían a carcajadas de él […]».
Finalmente, y como tercer ejemplo, tenemos la imagen de ese otro “empanao” sin remisión, llamado «el gordo Cáceres, el de los pies planos, que tenía en las caderas y en el culo una amplitud de adiposidades femeninas, ese recluta alucinado y alunado de Madrid que nunca supo formar ni saludar como era debido». Pues bien, la visión que se nos da de estos dos segregados, más “empanaos” aún que el propio protagonista ‑la del torpe gigantesco y la del obeso afeminado y perturbado‑ tienen como colofón este áspero e inmisericorde sentimiento que aún empañaba el recuerdo del yo‑autor:
«Lo último que yo quería era ser como ellos o unirme a ellos para defender en común nuestras dignidades humilladas: lo que yo quería era ser exactamente igual que los otros, unirme a su normalidad y fortalecerme en ella, y en mi vileza prefería una improbable sonrisa o una palabra de compañerismo zafio por parte de los que mandaban, que una señal de reconocimiento de la cara bondadosa y equina de Guipúzcoa‑22. Como casi todas las víctimas, lo que yo quería no era acabar con los verdugos, sino merecer su benevolencia».
Estamos, mutatis mutandis, en el mismo ámbito que el Guzmán de Alfarache: el de una narración testimonial en la que las reflexiones del yo‑narrador, a propósito del pensar y del actuar del yo‑protagonista, solicitan por parte del lector una respuesta, una reacción moral.