Viaje al «Imperio del sol naciente», 07

23-02-2012.

Aquella noche no dormí bien. Quizás fuera porque en tan solo veintitantas horas se me habían acumulado en la mente demasiadas sensaciones y emociones; o acaso por no sentirme a gusto envuelto en un quimono y tendido sobre un futón; o posiblemente por el excesivo cansancio, o a lo mejor por todo ello junto.

El caso es que, sumido en una casi constante duermevela, sentí a media noche que el futón se mecía sobre el tamami con el vaivén de una barquilla sobre el oleaje marino. La sensación me pareció tan novedosa como placentera. En ningún momento pensé que podía ser un terremoto. Al día siguiente, durante el desayuno, el dueño del Ryokan nos dijo que el seísmo había durado 2 minutos y 53 segundos, y no había superado los tres grados y medio.

Como Anouschka se había ido al ensayo general, pues esa misma noche actuaría en la ópera Don Giovanni de Mozart, Angèle y yo salimos a pasear por el barrio Asakusa, recorriendo el mismo trayecto que el día anterior. Serían las diez de la mañana y un sol espléndido inundaba de luz los edificios, calles y avenidas, por donde circulaban sin interrupción todo tipo de vehículos, entre los que destacaban los variopintos taxis y las numerosas camionetas que transportaban los más variados enseres.

Caminando hacia los templos de Asakusa, pude advertir algo en lo que no reparé la tarde anterior por ser ya el anochecer: como suele ocurrir en los barrios periféricos de cualquier ciudad europea, los bajos de los edificios están, a menudo, ocupados por establecimientos y tiendas de la más diversa naturaleza; lo sorprendente allá era que las plantas bajas estaban en buena parte ocupadas por pequeñas empresas familiares y talleres del más distinto carácter y categoría. Del mismo modo que múltiples calles y callejuelas estaban enteramente ocupadas por comercios y mercadillos de la más variada índole.

Me sorprendió el trajín y el gran dinamismo de esos japoneses que, además, daban la impresión de hacer las cosas con una gran entrega y espíritu de trabajo. Hablando más tarde de la cuestión con una pareja de mejicanos, que vivían desde hacía años en el Japón, me confirmaron que, efectivamente, las PYMES son la espina dorsal de la economía japonesa. Que los japoneses son muy laboriosos y que suelen dedicar su vida a la empresa. En término medio, el ritmo diario de un oficinista es pasar unas dos horas en el metro y diez en el despacho, seis días a la semana. Disponen de dos semanas de vacaciones al año; pero se cuenta que, por fidelidad a la empresa, sólo tomarán cuatro o cinco días.

Si, por la noche, el templo de Sensoji nos fascinó por su iluminación, ahora en pleno día nos maravilló por su perfección y elegancia. La leyenda cuenta que fue construido en el siglo séptimo por tres pescadores. La historia dice que, si sobrevivió a varios seísmos, fue ‑sin embargo‑ arrasado durante la Segunda Guerra mundial. La réplica es de 1958 y su gran techo curvado tiene 70 000 tejas de bronce.

La constante y multitudinaria presencia de turistas, peregrinos y visitantes tokiotas, los paseos flanqueados por tenderetes de toda clase, el incienso que constantemente fluye de los calderones del templo y los jardincillos con arroyuelos repletos de carpas, le prestan al conjunto del parque Asakusa un permanente y agradable ambiente festivo.

Y, no es raro, cruzarse con damas vestidas a la manera de las legendarias geishas.

Pero lo que más nos entusiasmaba en ese momento era que dentro de una horas iríamos a presenciar el Don Giovanni de Mozart en el Shinjuku Bunka Center de Tokio. El director de orquesta era Joji Hattori y nuestra Anouschka era la única extranjera del reparto.

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antonio.larapozuelo@unil.ch

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