Viaje al «Imperio del sol naciente», 06

18-02-2012.

Como, al final de la comida, los papás dábamos muestras de soñarrera, cansancio y necesidad de reposo, volvimos al Sakura Ryokan, en donde echamos una corta pero reconfortante siesta.

—Cuando después del descanso salgáis del hotel —nos dijo Anouschka—, cogéis la primera calle a la izquierda y luego la primera a la derecha; ésta se llama Kinryushogakomae. Andáis todo recto, durante algo más de un kilómetro, y llegáis a la encrucijada de Kokusaidori con Nishiasakusa. Allá empieza el Asakusa Park y yo os estaré esperando en la entrada, que se llama Kaminari. Ya veréis: no tiene pérdida.

Yo no sé si fue la fatiga, las ganas de dormir (llevábamos cerca de treinta horas de marcha), o las dos cosas juntas más los efectos del saké, lo que ante tal algarabía de palabras me hizo responder a Anouschka:

—Mira, niña: como es la cuarta vez que vienes a Tokyo, a ti la cosa te resulta fácil; pero lo que es a mí…; yo creo que lo más razonable es que te vayas a dar un paseo y que vuelvas a recogernos dentro de una hora.

Como, por una vez, madame Angèle estuvo totalmente de acuerdo conmigo, hora y media después estábamos los tres de nuevo en la calle. Nos dirigimos al Asakusa Park, siguiendo el itinerario que antes nos había indicado Anouschka. Allá visitaríamos el famoso templo de Sensoji y la pagoda con su magnífica iluminación nocturna.

Las no siempre anchas aceras están divididas en dos carriles, uno de ellos destinado a los frecuentes ciclistas. Lo habitual es que el ciclista sea un hombre joven, probablemente oficinista o ejecutivo, impecablemente vestido con traje gris y corbata negra, y con una gran carpeta amarrada en la cesta metálica trasera de la bicicleta. Las ciclistas, en cambio, suelen llevar un bebé en una sillita, dispuesta sobre la cesta metálica instalada delante del manillar, mientras que las compras están colocadas en otra cesta situada detrás del sillín, a la altura de la rueda trasera; lo inverso –niño detrás y compras delante–, también es frecuente, si el niño ya se puede abrazar a la cintura de la ciclista.

Como la gran mayoría de ciudadanos se trasladan en los siempre abarrotados autobuses y metros, es de creer que ellos, los ciclistas, tienen el lugar de trabajo no muy lejos de casa, y que ellas, las ciclistas, tienen el supermercado, la guardería infantil o la escuela de párvulos cerca del domicilio.

Por las amplias calles y avenidas circulaban constantemente innumerables y vistosos automóviles, la gran mayoría de marca japonesa. Poco a poco, conforme avanzaba el atardecer, los ciclistas iban desapareciendo y el tráfico de coches crecía al ritmo de la iluminación eléctrica. Proporcionalmente a su número de habitantes, Japón es el país que más gasta en energía eléctrica.

Empezaba el anochecer. De pronto, como si de un firmamento terráqueo se tratara, estalló la iluminación eléctrica en calles, avenidas y edificios con un esplendoroso juego multicolor de carteles publicitarios de todas las dimensiones y a todas las alturas. A lo lejos, en el centro de Tokyo, se divisaba el alboroto de luminarias de los colosales rascacielos.

Por ser tarde, no tuvimos acceso al interior de los citados templos Sensoji. Pero pudimos apreciar la singular belleza dorada con que estaba iluminada la pagoda.

La pagoda de Sensoji, con sus cinco pisos centelleantes, me hizo recordar aquel soneto de Gerardo Diego (Al ciprés de Silos), que empezaba así:

Enhiesto surtidor de sombra y sueño, […],
chorro (de luz) que a las estrellas casi alcanza,
etc.

«Volveremos mañana por la mañana», nos dijimos, para disfrutarlos a la luz del día. Busquemos ahora dónde cenar. Y que sea un restaurante dentro de la verdadera tradición popular japonesa.

Como el barrio Asakusa, en donde estábamos, es uno de los más antiguos y populares de Tokyo (algo así como Lavapiés en Madrid), no tardamos en encontrar un mesón-taberna típico tokiota. Y con él, el primer cumplimiento de una secreta y alucinada quimera: fotografiarme con una gheisa… «Y los sueños, sueños son», nos dice el Segismundo de Calderón. En el restaurante no había una, sino tres. Con las tres en grupo me pude fotografiar; pero, en verdad, ninguna de ellas lo era. A pesar de la vestimenta con que estaban ataviadas y de la agradable y maliciosa sonrisa que exhibieron.

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