Viaje al «Imperio del sol naciente», 05

13-02-2012.

La configuración del hotelito Sakura Ryokan y la instalación en él correspondieron con bastante exactitud a lo que Anouschka nos fue contando durante el trayecto en taxi. El término Ryokan significa ‑en su más amplia acepción‑ ‘alojamiento típico japonés’ y, a menudo, está regentado por un grupo familiar.

 

Cuando llegamos a la recepción, un señor de cierta edad nos estaba esperando y, tras múltiples saludos inclinando la cabeza y con las manos juntas, nos invitó a deshacernos de los zapatos y encajar unas pantuflas. Mientras rellenábamos los papeles de ingreso en el Ryokan, un joven se encargaba de nuestro equipaje. Luego, el mismo gerente nos condujo al primer piso, en donde estaban nuestras respectivas habitaciones.

Los suelos eran de tatami (‘tapiz acolchado sobre el que se ejecutan algunos deportes, como el yudo o el kárate’) y las paredes de madera. Todas las puertas interiores ‑las del dormitorio, cuarto de baño, armarios empotrados o salita‑ eran corredizas. El dormitorio no tenía cama. El centro estaba ocupado por una mesa mediana y baja, flanqueada por dos sillones a su altura y dos almohadones para sentarse. En el gran armario empotrado, estaban: el quimono, para dormir y deambular por el hotel; una especie de colchón, llamado futón (‘colchoneta de algodón que sirve como asiento o como cama, típica del Japón’), que el personal saca del armario al anochecer y lo instala sobre el tatami; unas almohadas y el edredón. En una repisa, también de madera, había una tele.

Al fondo, había una especie de salita con amplio ventanal que daba a un pequeño jardín, cuya tapia camuflaba el vaivén de una calle estrecha. Todo era tan diferente a los habitáculos occidentales que, si Anouschka no nos hubiera puesto al corriente, habríamos ido de sorpresa en sorpresa.

Lo que no contó –y que al menos a mí me produjo un sobresalto– fue lo siguiente: nada más entrar en el cuarto de baño (también allí había que cambiarse de pantuflas) y acercarme al bidé, éste, con un movimiento robótico, abrió su tapadera como una desmesurada boca, y de manera tan repentina que me impresionó; la sorpresa, sin embargo, fue más grata cuando tomé asiento en él, porque las posaderas agradecieron la caricia de su templada temperatura. La necesaria limpieza se llevó a cabo mediante un cálido y no menos placentero chorrito de agua, rematado con un sosegado soplo de aire secador. Terminado el ejercicio, todo se replegó y volvió a su estado inicial.

Observé detenidamente el tablero del váter y vi que estaba repleto de camuflados indicadores electrónicos. Sólo eché en falta un diálogo con ellos, acerca de las posibles e imaginables mejoras que se podían añadir a la operación, porque puestos a pedir…, (lo dejo a la fantasía del lector). Naturalmente, no todos los aseos ofrecen tales refinamientos; en particular, los que se encuentran en lugares públicos, cuyo formato y funcionamiento es muy parecido al de los llamados «váteres turcos».

Como era ya casi media tarde y en nuestro Ryokan solo se servía el desayuno, salimos a la calle en busca de un restaurante. No tardamos en encontrarlo, puesto que, según los datos ofrecidos por la Guia National Geographic (2005), en Tokyo se cuentan más de 80000 restaurantes.

Nada más sentarnos a la mesa, la sonriente camarera nos proporcionó la carta y colocó tres vasos de agua. Anouschka nos explicó que es un gesto tradicional de buena acogida al viajero, vigente en los restaurantes. Aunque los menús estaban propuestos en japonés, la elección no fue difícil, porque todos estaban acompañados de sus respectivas fotos descriptivas y a todo color, bajo las cuales se especificaba el precio. Allá degustamos unos excelentes tallarines, acompañados de carne de pollo y los famosos tofus (‘cuajada elaborada a partir de leche de soja’), con diferentes sopas de legumbres. Ahí empecé a desenvolverme en el arte de los palillos y a paladear el pálido y templado sake (‘bebida alcohólica obtenida por fermentación del arroz’).

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