Viaje al «Imperio del sol naciente», 03

08-02-2012.

Es cierto ‑y una larga experiencia lo corrobora‑ que madame Angèle no marra nunca, cuando trata de organizar un viaje, en particular si éste es de “altos vuelos”. Es insólito que ella se equivoque. Pero los demás… puede que sí. Y eso sí que es imprevisible. Como ocurrió justo el día en que salíamos en tren de Lausana para el aeropuerto de Zúrich.

 

Resulta que para mayor holgura y facilidad, el equipaje sería facturado en la estación de Lausana, una hora antes de nuestra salida en tren y allá, en la terminal de Zúrich, se encargarían de trasladarlo al aeropuerto y de colocarlo en el avión que nos llevaría a Tokio. Pero he aquí que, en la oficina de la estación de Lausana, la impresora se negaba a facilitarnos los bording-pass y los documentos que justificaban ser nosotros los propietarios de las maletas facturadas. Era una cuestión de minutos, pues arriesgábamos perder el tren y no llegar a tiempo a aeropuerto de Zúrich. Tras más de 40 minutos de intentos fallidos, madame Angèle sugirió al funcionario de turno la solución:

—Pida, por favor, a sus colegas del aeropuerto de Zúrich que nos manden un fax con la documentación.

Diez minutos después y con el papeleo en el bolsillo, subíamos al tren que nos dejaría tres horas más tarde en el aeropuerto de Zúrich. Primer escollo que madame Angèle sorteó con garbo y señorío.

Desde las amplias cristaleras de la sala de embarque, podíamos contemplar el boeing de la compañía Swissair. En los asientos, se iban instalando turistas japoneses de edad madura que, en sus ojos y en sus cámaras fotográficas, hacinaban paisajes lacustres, las alturas del Jungfraujoch y del Cervin, con praderas de la empalagosa Heidi. Algunos hombres de negocios suizos consultaban el reloj y se colocaban en la corta fila de quienes viajaban en primera clase y business. Poco a poco, los 240 pasajeros que admitía el boeing ocupaban sus asientos y esperaban con sosiego a que el avión despegara.

Unas pequeñas pantallas adosadas en el respaldo del asiento delantero ofrecían a cada pasajero películas de diferente índole o facilitaban constantemente todos los datos relativos al viaje; e, incluso, valiéndose de una cámara colocada en el “vientre” del boeing, la pantalla nos ofrecía la geografia del recorrido a una altura media de 10500 metros.

A las 13 horas, despegaba el boeing con un ruido de transbordador perezoso e, inmediatamente, se iba encaramando en el aire, con el suave balanceo de una pluma. Media hora después, las azafatas ‑suizas y japonesas‑ nos ofrecían una cena helvética, que se repetiría cuatro horas después. Entretanto, madame Angèle ya se había cambiado de vestimenta en el cercano aseo y en un tris-tras. Lucía un atuendo deportista tan sumamente cómodo y apropiado al reducido asiento ‑de apenas 60 centímetros de ancho‑, que a ella le parecía aposentarse en un sillón de nuestra casa.

Las conversaciones y chácharas iniciales de los pasajeros se fueron, paulatinamente, apagando. Lentamente se nos hacía de noche. Las cabezas se fueron reclinando en los respaldos de los asientos.Estábamos volando hacia el Este, hacia la luz. Durante mucho tiempo, solo se oyó el monótono ronroneo de los motores. Cuando, horas más tarde, sobrevolábamos las tundras septentrionales de la inmensa Siberia, vimos por la ventanilla acercarse a gran velocidad la madrugada. Las insomnes azafatas se aprestaron para ofrecernos el desayuno.

La pantalla visual marcaba una temperatura exterior de 50º bajo cero y la velocidad media de 900 k/h. Habíamos subido por Leipzig, Copenhague, Helsinki, Mar Blanco, Urales, rozado el océano Ártico y descendido luego por la Taiga rusa hasta Vladisvostok. Dulcemente abordábamos el Mar del Japón y su archipiélago ‑que en su conjunto tiene forma de hipocampo‑, y nos dirigíamos a la isla de Honshu, en donde está ubicado Tokio y su aeropuerto internacional Narita. Eran las 9:30 de la mañana. El viaje había durado 12.30 horas y habíamos recorrido alrededor de diez mil kilómetros.

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