«No pasarán»

13-01-2012.

En aquellos primeros días de la sublevación de algunos militares contra el legítimo gobierno de la República, el caos y la confusión era la tónica que reinaba en nuestro pueblo. Los aconteceres antes citados, la libertad que algunos disfrutaban, la opresión y el miedo de otros y, si faltaba algo, se vino a sumar esa constante riada de refugiados o evacuados que habían dejado sus pueblos, sus hogares precipitadamente, pues de no hacerlo así, la cárcel y quizás la muerte hubiera sido su final.

Así lo contaban en relatos que eran verdaderas odiseas, pues decían que los fascistas no tenían miramiento ni con los niños. Todos venían con lo puesto. Despertaban la caridad en las personas que escuchaban sus deprimentes relatos. En la Plaza del Reloj, que era parada obligatoria de esas caravanas, muchos ciudadanos, desde ese mismo instante y lugar, se llevaban a esos evacuados a sus casas, en particular a los niños, para convivir con ellos. Para los mayores, improvisaron el Socorro Rojo. Varias casas de ricos las habían requisado o sus dueños, por miedo, las habían abandonado. En la calle Montiel, el palacio que tenía don Diego Díaz Madrid hoy Hogar de la Tercera Edad y la casa de más arriba de don Ricardo Bajo los habilitaron para acoger a tantos evacuados.

Mi madre, que siempre se caracterizó por su amor al prójimo, también quiso sumarse a esa buena obra de «Dar posada al peregrino», y se llevo a m¡ casa a una muchacha ya adulta y a un joven que, según ella, era su marido; aunque, según su madre, era mocita, y así se lo dijo a la mía. Su nombre era Dulce. Esa noche, como varias más, las pasaron dulcemente juntos, saboreando, dentro de la desgracia que suponía ser evacuados, una luna de miel sin un casamiento previo. Les tocó una lotería sin gastarse un solo céntimo. Él saborearía a Dulce en diferentes sabores: a coco, a fresa, a merengue. Ella, según observaron mis padres, no había sido la primera gallina que había pelado, pues tenía muchas visitas del sexo opuesto, cosa que nos alarmó. Y fueron al Socorro Rojo, hablaron con Juanillo “El Negro” y, de nuestra casa, se la llevaron. Según mis padres, nos quedamos como perro al que le quitan pulgas. ¡Hay veces que la caridad no se la merece todo el mundo que la implora!

Por aquellos azarosos días, todo eran rumores alarmantes y más viendo tantos evacuados que a diario inundaban nuestros pueblos. El rumor que circulaba era que los fascistas venían arrasando todos los pueblos de Córdoba y ya estaban entrando en la provincia de Jaén. Las tropas de Queipo de Llano avanzaban victoriosas. Pronto nos veríamos subyugados por ellas, si no se hacía algo por detenerlas. Las autoridades, ante ese peligro e inundadas de pánico y miedo, solicitaron voluntarios para cavar trincheras. Muchos fueron los que se enrolaron y enseguida, pues el tiempo apresuraba, comenzaron a abrir zanjas en el Cerro de la Horca, mirando a Baeza, que es por donde se suponía vendrían «Las hordas fascistas», palabras que yo escuchaba a diario en boca de los dirigentes.

Esa tensión que todos sentíamos se suavizó o se calmó con la noticia que circuló de que el gobierno de Madrid mandaba una división para sujetar ese avance y que venía por la carretera de Torreperogil procedente de Albacete. Así fue. Al día siguiente, esas tropas llegaban a Úbeda. Yo estaba en la Plaza del Reloj, como miles y miles de ciudadanos. Fue un verdadero día de fiesta. Ni cuando ponían la feria en la Plaza y en la Corredera se veía tanta gente reunida. Creo que hasta el reloj de la plaza, que no tocaba nada más que en solemnes fiestas o cuando en alguna parte del pueblo había un incendio y daba las campanadas para identificar en qué parroquia era, se vistió de gala. Cuando aparecieron los primeros vehículos, con el jefe a la cabeza, por lo alto de la calle Trinidad, el público enloqueció haciendo palmas y dando vivas al General Miaja, que era el que mandaba la División. El recorrido creo que pudo hacerse por la Explanada por ser más derecho y rápido; pero el que lo organizara lo vio así mejor. De esa manera, le inyectó al pueblo una buena dosis de confianza y patriotismo. Cuando pasaba un camión cargado de jóvenes soldados con sus fusiles y sus equipos de campaña, el público arreciaba los aplausos y los vivas frenéticamente. Los cañones con su color verde oscuro iban enganchados a los camiones. Pasaron varias alsinas cargadas igualmente de soldados y clases. En una de ellas, se veían relucir los acharolados tricornios de los guardias civiles que iban en columna, a su paso. El público cambió los aplausos por abucheos y silbidos; y ese cambio se debió a que, por esos días, un grupo de ellos se atrincheró y se hizo fuerte en la Virgen de la Cabeza, capitaneado por el Capitán Cortés.

Los camiones y todo el material bélico, al llegar a la plaza, torcían a su derecha y enfilaban la calle Mesones, la calle Nueva y el paseíllo del León para coger la carretera de Baeza. En algunos camiones, flameaba la bandera tricolor de la República. Cuando terminó el desfile, las gentes se fueron a sus casas comentando el poderío del Gobierno y fortalecidos por las vivas imágenes que habían pasado por sus retinas y creyendo que serían días los que les quedaban a los sublevados. Algunos, levantando su brazo derecho con su puño cerrado, voceaban el eslogan de moda en ese tiempo: «No pasarán».

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