El secreto de la «edelweiss»

12-01-2012.

Siempre me ha hecho gracia imaginar al niño que reía y gritaba, al paso de la cabalgata real ─en el cuento de Andersen─, diciendo que el rey estaba desnudo. ¡Qué maravilla! La criatura no podía entender cómo los mayores celebraban la elegancia de un ridículo monarca desfilando en pelotas por medio de la calle. Y, si dejo volar la imaginación, sigo pensando: «¿Qué opinaría aquel niño de sus padres o de sus maestros?». Porque unos y otros deberían de haber hecho lo que él, o mejor aún, ser como él. Pero los mayores no actuamos así.

El que no es nadie se queda en casa, “pasando” de la manifestación; pero el que tiene algún carguillo de prestigio ─concejal de cultura, director de Instituto, guardia urbano… de aquella ridícula corte─, va en la comitiva, aplaudiendo a rabiar y sacando pecho detrás de la pancarta. No faltaría más. ¿A quién no le gusta estar cerca de la gente influyente o parecer amigo de los poderosos y hasta de Dios? Ese Dios invisible e incognoscible, de Emilio Zola. Y, si es necesario estirar la conciencia o lanzar vivas a Cartagena… pues tan contentos. ¿No estamos en un país libre?

—Pero… ¿y la integridad? —se preguntará el niño—.

La integridad es como esas flores que crecen en las cumbres de las altas montañas: viven en lugares tan inaccesibles y peligrosos que muy pocos arriesgan la vida para subir a buscarlas, llevarlas a casa y lucirlas como una joya. Esas flores tienen un secreto: viven camufladas y se esconden bajo la apariencia de una sola flor, cuando en realidad son conjuntos de florecillas diminutas que necesitan agruparse para sobrevivir.

Algo así ocurre con la integridad: también se esconde por miedo, seguramente. Unas y otras viven secuestradas: las flores, por un medio inhóspito y hostil; y la integridad, por los voceros que presumen de espíritus puros y manipulan en favor de los poderosos. Me asustan los espíritus puros: los fanáticos, los políticos, los inquisidores y hasta los asesinos se amparan en su utópica pureza para justificar sus fechorías.

Buscamos el equilibrio y la dignidad… pero no es tan fácil. Hay momentos en que hay que decidirse por la moralidad o la indecencia. Ese es nuestro compromiso de educadores. Nuestro ejemplo forma parte de nuestra profesión, como el mueble de la maestría del carpintero o el traje de la pericia de un buen sastre. Por eso, cuando nos dejamos adular o nos convertimos en aduladores, nos sentimos culpables. Veamos un ejemplo y después otro.

En 1762, se suicidó en Toulouse el hijo de un protestante llamado Jean Calas. La sociedad francesa acusó al padre de asesinar a su hijo por querer convertirse al catolicismo y la justicia lo condenó, sin pruebas, a morir torturado en la rueda. Meses después, Voltaire publicaba su Tratado sobre la tolerancia en torno a la muerte de Jean Calas. Con ello no devolvió la vida al difunto, pero restituyó el honor a la familia y alertó a la sociedad francesa sobre las consecuencias del fanatismo y la intolerancia. No le debió ser fácil a Voltaire nadar contra corriente, pero sabía que, la mayoría de las veces, ir contra corriente es la única forma de acertar. Cuesta contradecir a los jefes o a los amigos. Las flores de la nieve y las conciencias independientes están condenadas a vivir en ambientes solitarios y penosos.

Y hablando del rey, del sastre y de los trajes, se me vienen a la cabeza esas prebendas, lícitas o ilícitas, que se aceptan por egoísmo o vanidad. Cuando ostentamos un cargo, siempre hay alguien dispuesto a comprarnos con obsequios, chanchullos y corruptelas.

Una de las historias más conmovedoras sobre estas debilidades humanas es la historia del gran Wolfgang Goethe. Él mismo nos la cuenta en Poesía y verdad, su autobiografía, a la que dedicó los últimos veinte años de su vida (un volumen de 835 páginas en edición de Alba editorial). A los veinticinco años, había publicado con gran éxito Las desventuras del joven Werter; y, un año más tarde, los duques de Weimar le invitaron a residir, como intelectual a su servicio, en su pequeña corte. Allí residió hasta su muerte, a los ochenta y tres años. Algunos pensadores, como Ortega, consideran que en Weimar se perdió el talento de Goethe. Se vendió barato. No debe extrañarnos, por tanto, que escribiera el formidable Fausto, la historia de la venta de su alma.

Dejándonos de metáforas y hablando claro: el rey del cuento, los voceros, los políticos y las gentes sencillas, tenemos muy claro cuándo obramos de acuerdo con nuestra conciencia o ponemos precio a nuestra alma. Eso es lo que quería decir.

Lo otro, lo de las diminutas florecillas, que como las buenas personas se agrupan para sobrevivir, me ha venido a la imaginación pensando en Blas Lara. En Suiza, la edelweiss es un símbolo del valor y del coraje; representa el honor, los sueños y el amor que nunca se marchita; su imagen es el reflejo de una belleza extraña y sosegada. Y lo mejor de todo: en el lenguaje de las flores, edelweiss significa ‘escribe’.

roan82@gmail.com

Deja una respuesta