12-01-2012.
Siempre me ha hecho gracia imaginar al niño que reía y gritaba, al paso de la cabalgata real ─en el cuento de Andersen─, diciendo que el rey estaba desnudo. ¡Qué maravilla! La criatura no podía entender cómo los mayores celebraban la elegancia de un ridículo monarca desfilando en pelotas por medio de la calle. Y, si dejo volar la imaginación, sigo pensando: «¿Qué opinaría aquel niño de sus padres o de sus maestros?». Porque unos y otros deberían de haber hecho lo que él, o mejor aún, ser como él. Pero los mayores no actuamos así.