Frente al establecimiento que he narrado últimamente, se encuentra una estrecha casa que hace escuadra con el Real y la calle Andújar y que recientemente han construido nueva, ganando altura pero no anchura.
Esa casa es la última de esa acera donde había un establecimiento comercial, la tienda de Sancho Adán. Ese señor era menudo de cuerpo, muy afable e instruido, creo que no tenía ningún título académico, pero muchos de los que poseían título hubiesen querido tener su sabiduría. En su estrecha tienda vendía un sinfín de artículos relacionados con la enseñanza y, cuando se aproximaba la Semana Santa, confeccionaba capiruchos para los penitentes. Yo iba a esa tienda por libretas o lápices y lo conocía. Cuando me movilizaron y me sortearon, me tocó Madrid, en la primera región militar, a Veterinaria.
No sé quién me dijo que Sancho tenía un hijo soldado en Madrid y, precisamente, en Veterinaria. Aprovechando esa circunstancia, la primera vez fui a caso hecho con el pretexto de hacerle algunas compras y le saqué conversación con relación a su hijo. Me lo confirmó. Con doble intención me brindé para, si tenía necesidad, mandarle algún paquete o recado a su hijo, pues lo haría con gusto. Me dio no sé qué encargo y se lo llevé. Iba ilusionadísimo, nada menos que a Madrid. Vería el Palacio Real pero sin Rey, el Parque del Retiro, la célebre Puerta del Sol y un sinfín de cosas bonitas que, de oírlas a quien las había visto, ya casi me eran familiares. Con mis veintiún años cumplidos, poco era lo que había viajado: tan sólo en la guerra había estado en Chinchón, cuando fui a ver a mi cuñado Guillermo; y en Pozoblanco, para visitar a mi hermano José, que estaba en el frente.
Por fin llegó el día de mi marcha, después de llevar varios esperando ese momento. Todos los días íbamos a la zona o caja de reclutas, recogíamos el chusco y nos paseábamos o metíamos varios amigos reclutas en alguna taberna y allí nos comíamos el bollo. Algunos amigos y conocidos se habían marchado varios días antes para el Campo de Gibraltar, donde se estaba acumulando la mayoría de la quinta del 44.
Un día nos dijo el capitán:
—Mañana temprano salimos. Todos estaréis aquí con las maletas.
A mí me dio alegría; a mi madre, cuando se lo dije, no. Al despedirme de todos, estaba emocionado. ¡Qué cambio iba a experimentar mi vida! Sería para bien o para mal, un interrogante que creo que todo el que ha vivido esa situación habrá experimentado. Mi madre fue la última de quien me despedí. Ella mojó mis mejillas con sus lágrimas. Sentí ese calor de su pecho al abrazarme, como tantas veces de niño lo había sentido y hasta creo que sentí el precipitado latir de su corazón. Estaba alboreando el día, cuando el Paseo Bajo estaba cuajado de reclutas. Los escoltas todos preparados, los sargentos pasando lista y alineándonos. Se escuchaba a algunos reclutas balando guasonamente, de cachondeo. Con todos estos preliminares, eran las diez de la mañana y seguíamos allí. Estaba alineado en la calle de la Cárcel, cuando vi a mi madre torcer la esquina del Molino (donde hoy está el Hogar del Pensionista) con sus ojillos vivos y pequeños, y enseguida me vio. De nuevo, nos abrazamos. Fue un instante. El sargento dijo «De frente» y las tres filas rompimos marcha calle arriba; y mi madre, velada su vista por las lágrimas, levantaba su mano para despedirme, pero a mí me pareció más una bendición.
De la estación salimos a medio día. En vagones de mercancías, nos acomodaron. Cuando el lento y viejo tranvía empezó a andar, de nuevo se escuchó el balar de los reclutas, pues, queramos o no, todos íbamos un poco aborregados. Cuando el jefe de estación de Canena cambió el color rojo de su bandera por el verde, el tranquilo y lento convoy de varios vagones se puso en marcha más rápido que de costumbre, quizás por la inercia y el suave declive que hace el terreno hasta llegar al Balneario de San Andrés. En ese momento, me vinieron a la memoria mis padres, mis hermanos, mi pueblo… Todo se había quedado atrás y el recuerdo trajo un no sé qué interior, que hizo fluir a mis ojos dos lágrimas y a mi garganta un nudo que parecía que me iba a cortar la respiración. «¿Tú eres el que tenía ganas de marchar…?», parecía decirme el subconsciente, esa voz interna que todos tenemos y que te dice la verdad sin engañarte. Me levanté del suelo del vagón, respiré hondo, miré por la pequeña abertura de la puerta, vi el azul del cielo, los grises olivos en flor que rápidos pasaban para atrás, los ribazos verdes de la carretera, haciendo honor a la estación en que estábamos. Con disimulo, me sequé las lágrimas y me prometí a mí mismo echarle más valor a la vida y acoger los aconteceres con calma y resignación.
Cuando ya tarde llegamos a la Estación de Baeza, nos bajamos del tranvía y nos montaron en un tren con vagones, igualmente de mercancías, que estaba en una vía muerta, esperándonos. Venía procedente de Córdoba y sus primeros vagones se encontraban repletos de quintos. En Baeza nos dieron de cenar: habas verdes con arroz. Poco comimos, pues a pesar de que todos los alimentos de entonces estaban racionados y escasos, nuestras madres habían hecho lo imposible para echarnos lo mejor que tenían.
En toda la noche, el convoy de reclutas había avanzado hasta Santa Cruz de Mudela. Ya amaneciendo, abrí mi maleta de madera y me comí un trozo de tortilla de espárragos que mi madre, sabiendo que me gustaba, me había echado. Con una lentitud desesperante, el tren de mercancía humana atravesaba La Mancha. Parecía recrearse viendo pasar, en ordenadas y largas líneas, las cepas con sus verdes y nuevos brotes. En Aranjuez nos dieron la comida ya tarde.
El convoy aligeró un poco y pronto pude ver a lo lejos, entre las neblinas que la envolvían, Madrid erguido. Sobresaliendo por los edificios un rascacielos majestuoso: la Telefónica. No le daba crédito a lo que estaba viendo. El tren, con su penacho de negro humo, avanzaba rápido. Ya se veía más nítido ese alto edificio. Ciempozuelos, de oídas, lo conocía. Mi madre decía que allí llevaban a los locos. Pinto, Valdemoro se quedaron atrás. «Ya estamos en Atocha», dijo uno. Estaba anonadado: ¡qué bullicio, qué ambiente, todo el mundo parecía tener prisa! Los guías en la puerta de los vagones no nos dejaban salir hasta que vino el sargento y por cuerpos nos fueron juntando.
—A ver, los de caballería —gritó un militar cuya graduación no conocía; después me empaparía de galones y estrellas—.
—Los de Veterinaria —gritó otro militar—.
Enseguida lo conocí y para mí fue una grata sorpresa. Era Federico Adán. Esperaba verlo en el cuartel. Le saludé a estilo paisano y nos preguntó cuántos éramos de Úbeda. Nos identificamos: José Sánchez Higueras, Gregorio Sánchez Muñoz, José Romero y Fernando Sánchez Cortés.
Hasta diez, todos de la zona de Úbeda y todos apellidados Sánchez y con otros tantos de la caja de reclutas de Córdoba, nos reunió y nos dijo que podíamos irnos en el metro; mas no se fiaba, pues seguro que nos perderíamos.
—Conque, id detrás de mí.
Salimos de la estación, atravesamos la amplia plaza, subimos la calle Atocha, anduvimos un sinfín de calles. En una de ellas, pasaba una procesión y tuvimos que dar más vuelta hasta llegar a la Plaza de España, ya que nuestro destino era el viejo Cuartel de Caballería Conde Duque.
En el referido cuartel, estuvimos varios días hasta que nos dieron el nuevo destino. A nosotros, aunque parezca mentira, nos dijeron que, salvo Madrid y Sevilla, podíamos elegir Barcelona, La Coruña, Burgos, Valencia y algunas otras más. Por unanimidad, cogimos Valencia, pues como todos éramos andaluces, era la ciudad más cercana a nuestra tierra. Al siguiente día, nos dieron la ropa. Federico nos recomendó que no nos vistiéramos ni saliéramos a la calle vestidos de uniforme, pues no sabíamos ni saludar y podía surgir algún problema. Cuando se fue, hicimos caso omiso y nos vestimos; y, una vez vestidos, ¿quién no se hace una foto! Con nuestro aborregamiento, bajamos a la Plaza de España y, al pie de la estatua de Don Quijote y Sancho Panza, nos retratamos. En la puerta del Retiro, nos encontramos a varios paisanos veteranos y nos fotografiamos de nuevo. Al día siguiente, era 2 de Mayo, vimos a algunos reclutas paisanos, de nuestra quinta, limpiando su caballo para el desfile.
Federico, al marcharnos, nos recomendó a un amigo suyo que estaba en Valencia. Sancho Adán, en las postrimerías de su vida, estando viudo, se casó con una hermana de mi suegro, Jacinta. Por lo tanto, era tía de mi mujer y pasó a ser pariente nuestro.