Junto a mi corazón

27-12-2011.

Siguiendo el zigzag de mi relato, dejemos la zapatería El Capricho y entre­mos enfrente, en los Almacenes Los Madrileños. En esta tienda podías comprar de todo: era como un bazar. Había varios dependientes y sus estanterías esta­ban repletas de un sinfín de artículos que, en aquellos tiempos, eran favorecidos por la visita de un público fiel. Como todo lo que nace ha de morir, su corazón comercial dejó de latir. En su recinto entraron otras ramas comerciales, que tuvieron efímeras vidas.

 

Casa Cuenca estaba frente a Los Madrileños. Hacía y hace esquina con la calle Bailén. Este edificio está exactamente igual que cuando yo era niño. La dife­rencia que hay con hoy es que sus puertas y escaparates están cerrados y ayer, sus puertas y escaparates tenían vida y estaban repletos de flores y juguetes y, alguna que otra vez, algún santo o virgen que se exhibía por vez primera para después entronizarlos en alguna iglesia de Úbeda o de algún pueblo. El señor Cuenca era un hombre alto y moreno. Un señor al que yo veía con mucha personalidad y además era muy afable. Un día, no recuerdo cuándo fue, cerró sus puertas, echó sus rejas, como cuando se cierra una cárcel; y ‑lo digo con sinceridad‑ me da pena cuando paso por ese lugar. Esa bonita casa me parece como esas guapas mujeres que han tenido una espléndida primavera, han pasado el verano de su vida y están llegando a su otoño sin que nadie se acuerde de ellas. Gracias a Dios hoy se encuentra de nuevo en uso. ¡Bravo por la rehabilitación bien hecha!

¡Las máquinas Singer! Cómo me acuerdo de ver tras sus escaparates a guapas muchachas ocupando una máquina, aprendiendo a bordar y haciéndose, como entonces se decía, una mujer de su casa. ¡Cómo han cambiado los tiempos! Antonio Resa Juan era el delegado en Úbeda de esa empresa y fue muchos años el motor que le dio impulso a ese negocio que estaba instalado frente a Casa Cuenca. Era de nuestra familia: primo hermano de mi señora. Cuando mi hija Toni tendría ocho o diez años, al primo Antonio le compramos una máquina de esas modernas que bordan, hacen ojales, cosen y tienen un sinfín de aplicaciones. A mi hija le encantaba. Hizo un cursillo de aprendizaje y, con qué satisfacción, yo pasaba algunas veces por el Real para verla sentada frente a su máquina, practi­cando, ejercitándose, aprendiendo a ser mujer de provecho, como yo había visto a otras muchachas, cuando era un niño.

Si la memoria no me es infiel, frente a las máquinas Singer había un casino o algo parecido. Muchas veces de las que pasaba, veía a señores sentados en su puerta tomando café u otras bebidas. En esas fechas, el anticlericalismo estaba alcanzando notas muy altas y agresivas, pues se dieron casos de insultos e impro­perios a señoras por llevar en sus manos un libro religioso o un rosario. A un muchacho que conocía, por llevar en su pecho un crucifijo prendido, unos zangalitrones le agredieron, se lo quitaron y hasta le hicieron sangre.

Mi madre fue la que me lo dijo: que al hijo de Juana, “la Taranta”, lo habían agredido de esa manera.

El crucifijo que a mí me dio don Ángel Campos en la catequesis, o como entonces se decía, en la doctrina de los domingos, me lo colgaba en mi lado iz­quierdo del pecho, junto a mi corazón, en la blusa que tenía para los días de fiesta. Veía a otros que llevaban colgados pichis o un balón y otras baratijas. Para mí tenía más razón de ser llevar a Jesús, el que dio su vida por salvarnos, como decía don Ángel cuando nos explicaba las láminas de la pasión que cada domingo narraba. Mi madre no quería que lo llevase, por miedo a que me su­cediera algo. Yo le decía que no me sucedería nada y si alguien, por ese motivo, quisiera hacerme algún daño, correría y no podría alcanzarme. Eso lo decía mi ingenuidad. Un día de esos, bajaba por el Real y, al pasar por ese casino, uno de los varios señores que había sentados me llamó, me acerqué y le dije:

—¿Qué quiere usted?

Él, señalando el crucifijo me dijo:

—¿Por qué llevas esa cruz prendida?

Le contesté:

—¡Porque me gusta llevarla!

—¿Y no tienes miedo de que te pase algo?

Le respondí lo mismo que le decía a mi madre, cuando quería que no lo llevara por miedo a que me sucediera algo. El señor con palabras afec­tuosas me dijo:

—Si ese es tu deseo, llévalo, pero ten cuidado.

Se metió la mano en el bolsillo de su pantalón, sacó un monedero de cuero de tacón, lo abrió y se deslizaron varias monedas. Cogió una de 50 céntimos, o mejor dicho, de dos reales de plata que por entonces había con la esfinge de Alfonso XIII. Me la dio mientras me pasaba su mano por mis encendidas mejillas, dándome una suave palmada y diciéndome:

—Para que vayas al cine.

Le di las gracias y me marché. Los amigos que habían visto la escena, enseguida me preguntaron:

—¿Qué te han dado?

Yo, orgulloso, les mostré mi moneda. Uno de ellos, con su inocencia mezclada con cierto egoísmo, me dijo:

—Dame la cruz, me la pongo colgada como tú, doy la vuelta y me paso por donde están esos señores.

Y así lo hizo, pero a él no lo llamaron. En ese casino, había un camarero que tenía apellido Vega. A ese señor lo conocía, porque sus hijas Clara y Paca tenían, cuando vivían en la calle de la Cárcel, una clase de niños pequeños. Mi madre, apenas aprendí a andar, me puso en ella, y allí conocí a toda la familia. Tenía dos hijos peluqueros, los hermanos Vega. Pepe, el menor, se casó con una tía de mi mujer, Magdalena Jiménez Sierra, “la Tufa”.

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