Leo tu escrito en estos días propicios a la ternura y el sentimentalismo. Entorna uno los ojos y su mente se llena de voces y personas que se fueron para siempre. Subido a la tarima del estudio, con su pelo al cepillo, sus ojillos miopes y sus mofletes sonrosados, recuerdo al padre Marín: sonriente, dicharachero, cargado con un montón de papeletas para la rifa de Navidad. El primer premio era nada menos que un cerdo de ocho arrobas. En palabras de hoy, estado de bienestar y economía sostenible para toda la familia durante un año. ¡Menuda lotería!
Llegábamos al pueblo, con un par de tacos cada uno y, al día siguiente, nos poníamos en marcha. Visitábamos a familiares y amigos a ver si nos compraban alguna papeleta… «Para ayudar al colegio» ‑eso decía yo‑. También decía que los números del sorteo iban en combinación con la lotería del Niño, para evitar desconfianzas.
—Señora, la papeleta no tiene precio. Aquí lo pone. El donativo “mínimo” son dos pesetas.
Y uno miraba a los ojos de la mujer, con ese extraño instinto que tienen los niños pobres para conmover a los mayores, y remataba la operación diciendo.
—Todos me compran dos papeletas y me dan un duro.
—Bueno, hijo mío, pues dame un par… A ver si tengo suerte.
Daba las gracias, cortaba las papeletas, se las entregaba y me iba más contento que unas pascuas, porque acababa de ganarme una peseta, que era nada menos que el 25% sobre el precio de venta.
Al regresar al colegio, entregaba la recaudación al padre Marín. Él repartía el dinero entre los pobres, que eran infinidad, y yo me quedaba con una peseta por papeleta. O sea, cien por taco. Y es que el padre Marín era un santo y yo no.
A don Jesús no le hacía mucha gracia que vendiéramos aquellas papeletas del cura. No quería saturar el mercado con dos productos distribuidos por el mismo equipo comercial ‑nosotros‑. Don Jesús y Juan Márquez promocionaban unas estampas plastificadas de la Virgen, con cuyos beneficios se adquirirían hachas, piquetas, cuerdas, faroles y demás instrumentos imprescindibles para salir de camping en primavera.
Y, al padre Mendoza, lo que en realidad le preocupaba era que algunos alumnos no tuvieran un hogar caliente donde pasar la Navidad ‑como era mi caso y el de otros compañeros‑. Nos decía que nos acercáramos a Jesús y le dejáramos entrar en nuestros corazones. Que Jesús también fue un niño pobre y abandonado, y lloraba y soñaba como nosotros, desnudo y tiritando en el portal de Belén.
No teníamos nada. Algunos, ni un hogar caliente donde pasar la Navidad; pero éramos felices, porque teníamos fe en Dios, en el futuro, en nuestros compañeros y profesores.
¡Cuánto tiempo ha pasado desde entonces! Ya estamos a las puertas de la vejez. Hemos perdido seguridad y facultades, dependemos de los demás y dudamos de nuestra solidez económica: el implante de una pieza dental nos cuesta mil quinientos euros (un cuarto de millón de pesetas) y, como la economía no está muy boyante ‑con esto de la crisis‑, lo dejamos para más adelante. Pero uno se pregunta: «¿Para cuándo?». Estos pequeños infortunios causan irritación y malestar, porque el futuro no es prometedor.
Nos sentamos delante de la tele para olvidarnos del implante y nos cuesta trabajo escuchar a grupos y partidos mintiendo, con plena conciencia de que mienten, sin perder la sonrisa, incluso con cierta complacencia. El que padece la mentira se siente solo, piensa que el mentiroso le desprecia, que no cuenta con él, que en realidad no le importa en absoluto. Tampoco esto ayuda a vencer la soledad, a tener esperanza o acrecentar la fe.
El abuso de la estadística, la tendencia a la despersonalización y la insensibilidad hacia valores incuestionables (como la seguridad personal y el derecho a la propiedad) hacen que algunos gobernantes olviden los pilares básicos de toda sociedad civilizada. El revanchismo, la amenaza, la crítica grosera, el insulto soez y la descalificación desvergonzada ‑que hasta hace poco ni se decían ni, por supuesto, se escribían‑ gozan hoy de enorme popularidad en ciertos medios de comunicación. Grupos organizados, protegidos legalmente y con recursos abundantes, se dedican a destruirlo todo. Y, en consecuencia, el miedo se apodera de los más débiles, de los mayores que se sienten solos y que hace tiempo perdieron la fe. El miedo es una muerte prematura, mata los sentimientos y el amor. Alguien dijo que el miedo mata a más personas que la guerra.
Vuelvo a nuestros educadores. Tenían fe en nosotros y nosotros confiábamos en ellos. Toda su actividad la encaminaron a prepararnos para la vida. El padre Marín, don Jesús, el padre Mendoza y muchos más se alegraban, cuando hacíamos las cosas bien, y sufrían con nuestros fracasos. A pesar de sus métodos ‑en muchos casos dictatoriales‑, sabíamos que contábamos con su afecto y amistad. Y, aunque no teníamos nada, no estábamos solos y nos sentíamos seguros. La amistad y el afecto transmiten seguridad y protegen del miedo.
Yo creo, querido Blas, que para la vejez ‑como para la vida‑, hay que prepararse y adaptarse convenientemente. No es fácil, ya lo sé. Deberíamos rodearnos de una actividad positiva que nos aporte afecto y amistad. ¡Un sueño! Gracias a la amistad, en los años cincuenta soportamos un plan educativo rígido, exigente y cruel. (Nuestro internado, entonces, era así). No obstante, recordamos aquellos tiempos con alegría. Pensamos en nuestros compañeros y profesores, y nos gustaría volver a verlos y darles un abrazo. Estábamos ‑y estamos‑ totalmente seguros de su afecto y amistad. Nos fiábamos de ellos. Los queríamos, porque la máxima expresión de confianza es el amor. ¿Sentirán lo mismo las generaciones de muchachos que hoy se forman en nuestros centros de enseñanza?
También a mí me gustaría que todos intercambiáramos ideas para romper soledades y recuperar las buenas relaciones; para sentir de cerca el abrazo, el guiño, la señal conmovedora y el afecto de los compañeros, unidos por nuestra gratitud hacia la Safa. Cuando nos rodeamos de cariño, perdemos el miedo y recuperamos la ilusión y la fe. Posiblemente sea éste un excelente objetivo para nuestra Asociación.
Quisiera animar a todos a participar en este coloquio amistoso que Blas propone para alejar miedos y soledades. No sé si podremos recuperar la fe que nos hizo felices en un tiempo en que tampoco estábamos sobrados de facultades, ni teníamos ingresos económicos, ni poder adquisitivo, y éramos tan dependientes como ahora. Sólo contábamos, también como ahora, con la fe y el afecto de nuestros profesores y compañeros.
Me despido con una esperanza y un deseo: «Que el Niño Dios aleje el miedo y la soledad de nuestros corazones y lo llene de sueños, proyectos y amistad».
Nota de la redacción: Aprovecho este artículo para adjuntar esta imagen que Pepe Aranda nos envía a todos, con ánimo de mejorar nuestras emociones.