Frente a esos establecimientos estaba la calle Compañía con sus dos establecimientos comerciales ‑Muebles Moreno y Molina, y Muebles Alvarado‑, que en esos tiempos eran los dos únicos fabricantes de toda clase de muebles.
Al final de esa calle, estaba la fábrica de harina de Castro. Hace unos años, una tarde vi desde mi casa una gigantesca columna de humo que se elevaba al cielo. Fui corriendo y desagradablemente comprobé que la referida fábrica, ya cerrada, ardía por sus cuatro costados, quedando en pocos minutos reducida a pavesas.
La imprenta de la Loma estaba también frente a la calle Compañía, cuyo propietario era Santiago Hernández. Don Santiago, como la gente le nombraba, tenía varios hijos. Uno de ellos era muy aficionado a montar en moto y siempre iba por todas partes montado en ella. En aquellos lejanos tiempos, en Úbeda se podían contar con los dedos de la mano quienes la poseían. Otro hijo que se hizo muy popular fue el gordo Hernández, como todos los aficionados al fútbol lo conocíamos. Era defensa del equipo de la Unión y, además de su poca estatura, era muy grueso y por ello quizás nos pareciera más pequeño; pero jugaba muy bien. Después, haciendo uso del argot futbolístico de hoy, fichó por el equipo de sus rivales, el Iberia, el equipo de los pobres, como se le denominaba.
La imprenta estaba en la planta baja. De la calle, le separaban unas cristaleras. Desde fuera se podía ver el trabajo de los impresores. Cuando pasaba, me gustaba pararme para ver las máquinas imprimir y fijarme en ese tejemaneje. El impresor esperaba que se abrieran y con una mano retiraba lo imprimido, mientras que con la otra depositaba una nueva cuartilla para, segundos después, volver a hacer la misma operación. Las correas transmisoras subían hasta el techo y, en loca carrera, bajaban y subían de nuevo haciendo su monótono y continuo recorrido.
Bueno, salgamos de la calle Compañía y reanudemos nuestras visitas a otros establecimientos del Real, que creo les ha de interesar, aunque ya no podremos comprar nada en ellos, ni nos gastaremos ningún dinero, pues el recuerdo es completamente gratis; y pasear por su calle, eso sí, lo podemos hacer y recordar lo que fue y ya no es.
Junto a la Imprenta de la Loma había una joyería: la de Martino. Este señor era italiano y no sé su historia, ni tampoco he investigado nada acerca de él, pues lo que narro es grato a mi memoria. Muchas veces lo veía montar en moto, pues era muy aficionado.
Más abajo de la joyería de Genaro, que era italiano, había y hay otra, la de García. Perdonen si más arriba acabo de decir que ya no podremos comprar en los antiguos establecimientos del viejo Real. En este establecimiento de García sí podremos comprar. Veamos sus escaparates y escojamos la gargantilla o los pendientes más artísticos y bonitos para regalárselos a la mujer de nuestros sueños, o el alfiler de corbata o el ajustador para el hombre que el sueño te quita. Esta joyería es una de las dos que perduran de aquellos tiempos y el único que se ha expansionado, pues ha absorbido la joyería de Martino que hace tiempo cerró. Así, este establecimiento vive y no sólo en el recuerdo. Cuando escribí este artículo, Joyería García se encontraba en el Real, pero actualmente -por obras- se encuentra en la calle Nueva, frente a Telepizza.
Frente a esta bonita joyería había, en aquellos tiempos, un establecimiento de mercería recién estrenado con su fachada de mármol, sus elegantes escaparates simétricos de cristal y, en su interior, bonitas y elegantes vitrinas repletas de un sinfín de artículos de regalo que hacían las delicias de las señoras. Otro establecimiento que pasó a hacer número de los desaparecidos: Mercería Villar.
El orden que llevo en estas narraciones es de derecha a izquierda, haciendo un zigzag por esta vía comercial en declive. Más abajo de esta joyería hoy viva, había un establecimiento de tejidos que yo, tan aficionado a leer todos los rótulos y letreros que se me ponían por delante, lo degustaba: Juan García Lorenzo, Tejidos. Ese establecimiento desapareció, lo mismo que varios que se instalaron en ese lugar. La ferretería La Campana estuvo instalada frente al último establecimiento del que he hecho mención, aunque creo que fue después de la Guerra y que su vida fue muy efímera.
El Café Más, ¿quién de mi generación no lo conocía? ¡Yo sí lo conocí!, aunque por mi corta edad no tuve necesidad de él, ni en aquellos tiempos los padres trabajadores podían distraer parte de su escaso sueldo en visitar con sus hijos esos lugares.
La primera vez que entré en una bar fue por esas fechas. Era la feria de San Miguel del año 1934. Mi hermana Mariana se casó por entonces. Mi cuñado Guillermo era aficionado a los toros y recién casados había que gozar de la vida: fueron al teatro Rey Alfonso, también al Circo de la Alegría, vieron la Santa Borracha, el castillo de fuegos artificiales que el pirotécnico Villacañas hacía como nadie, se montaron en el tren de la bruja y, ¡cómo no!, fueron a los toros y tuvieron suerte, pues las entradas estaban numeradas y les tocaron cuatro cafés y copa que tomar en el café Daniel, el día que quisieran. Mi hermana tomó la decisión de que fuéramos con ellos, mi hermano Juan y yo, y así tomaríamos café los cuatro. Siempre que lo había tomado en mi casa había sido con sopas de pan y por eso me eché en el bolsillo un trozo, en prevención.
Antes desalir de la casa, mi hermana me preguntó para qué era el pan. Le dije que parael café, y me lo quitó riéndose.