«El glorioso Alzamiento», y 2

14-08-2011.

Estaba alboreando el día, cuando sentimos ruido de motores que procedían de la carretera de Torreperogil. Vimos cómo dos camiones tomaban la curva en la Torrenueva y enfilaban la carretera de Vilches. Iban muy lentos, con la compuerta de atrás bajada. En el cajón, casi encima de la cabina, dos milicianos con sus armas en las manos fue lo primero que vimos de cada camión. Nosotros y algunos curiosos más nos acercamos para ver lo que transportaban. Mis padres querían que nos entráramos en la casa, pues presentían lo que esos siniestros camiones llevaban. La visión era macabra y aterradora. Una argamasa de cuerpos humanos sin vida, entremezclados, sangrantes aún, algunos con los ojos abiertos y vidriosos. Los camiones iban dejando un reguero de gotas de sangre. Hoy yo me pregunto: ¿sería capaz de ver esas escenas dantescas a mis 74 años? ¡Creo que no! Aunque, a diario, la televisión se encarga de mostrárnoslas en Zaire, Lagos y Argelia, sin gobernantes ni gobiernos que, en los umbrales del año 2000, sepan o hagan por dónde erradicar esos funestos acontecimientos…

Impresionados, todos nos entramos en nuestra casa, comentando y des­aprobando las cosas mal hechas que los hombres hacen en la vida, al calor de una fuerza mayoritaria. Mi madre nos anunció: «Hoy no vais a trabajar». A mí, esas cosas sí que me agradaban y hacía caso de ella. Después de almorzar, y al no tener nada que hacer, nos salimos a la puerta a jugar con vecinos de nuestra edad. No sé de quién surgió la idea. El caso es que todos nos pusimos de acuerdo para ir al cementerio, y así lo hicimos. Subimos el trozo de carretera de Vilches y torcimos a la izquierda, para tomar el camino del cementerio. Al llegar allí, vimos con sorpresa que había un pelotón de milicianos que impedían y controlaban el acceso al camino. No nos dejaron pasar, pero nosotros, ingeniosos y resueltos, torcimos a la izquierda y atravesamos algunas hazas y eras y fuimos al cerro de la Atalaya. Lo anduvimos por su parte sur, pasamos al borde de su lago o charco de la Atalaya, como entonces se conocía. Ese lago, hoy desaparecido, era muy visitado. Yo lo había visto muchas veces, aunque no me había bañado nunca en él. La chiquillería sí lo hacía en los veranos, pues ahí no les costaba dinero hacerlo, como en la alberca de Paco. Recuerdo que, un verano, un hombre se ahogó, pues era muy profundo en el centro.

En los años anteriores a la sequía, se fue secando lo mismo que el pequeño arroyo. Después, ya seco, ese barranco y sus ondulaciones sirvieron de pista, donde muchos motoristas practicaban motocross, y hoy es una colonia de bonitos chalés donde están ubicadas las antenas y repetidores de la televisión y el observatorio meteorológico de Úbeda.

Seguimos andando y fuimos a parar al camino de la Cruz de Villalta por donde se une con el que viene del cementerio. Cuando llegamos a nuestro destino, en la puerta había cierta actividad, pues procedían a hacer la autopsia a los cadáveres. Para eso, llegaron varios médicos y practicantes. A los médicos no los conocía, salvo al forense, don Mercurio La Fuente, al que visité cuando un perro me mordió en el culo y mi padre me llevó a su casa. Vi a Juanito “el Practicante”, Cristóbal y Paco.

Como había ido varias veces a ese lugar, conocía bien el primer patio, los portalillos que lo circundan por su frente y laterales y había leído muchas veces el letrero que había junto a la pequeña capilla que de­cía: «Pabellón de autopsias». Al leerlo, siempre me daban escalofríos, pues un día miré por un agujero de la puerta y vi una habitación casi vacía, en el centro una mesa con una piedra de mármol donde, según me dijeron, allí ponían a los muertos desnudos para hacerles la autopsia.

Eso me horrorizaba, lo mismo que pasar por la capilla y mirar a su interior, a su altar, donde, tras unas cristaleras, se veía a dos santos, que para mí eran dos difuntos, de esos que un día vi depositados para enterrarlos al día siguiente. Hacerle la autopsia a un cadáver entonces yo no lo comprendía y hoy casi tampoco. Cuando a un cadáver se le hace la autopsia, porque ha muerto en circunstancias extrañas o no se sabe cómo ha sido o algo que no está muy claro, lo admito. Pero sabiendo cómo ha sido la muerte, las causas, los motivos, los momentos, las circunstancias… eso ya no lo comprendo. No por eso le voy a quitar la razón a esa práctica que se hace en todo el mundo.

Al no haber nada más que una mesa para practicar la autopsia, se vio que habilitaron como mesas los mausoleos cercanos al referido pabellón. Encima de las lápidas pusieron varios cadáveres y a todos procedieron a practicársela. Nosotros, desde las rejas que hay en el recinto, no perdimos detalle de lo que estaba sucediendo. Hoy me pregunto de nuevo: ¿cómo pude ver esas deprimentes escenas? Un serrucho, de los que los mecánicos usan para cortar el hierro, era lo que los médicos y practicantes tenían en sus manos y, poniéndolo en la frente del fina­do, procedían a cortarla hasta que el cráneo se abría en dos. Otros les abrían el pecho por el esternón.

Estando y comentando a nuestra manera los hechos que estábamos viendo, salía Juanillo “el Negro”, que era municipal. En un pañuelo grande de hierbas, que los hombres del campo gustaba ponerse en la cabeza para el sudor, llevaba muchos relojes y anillos; supusimos que de los cadáveres…

El camino de regreso se nos hizo más corto, pues ya nadie nos impidió el regreso a Úbeda. A pesar de haber pasado casi seis décadas de esas escenas deprimentes, aún no se me han borrado…

fernandosanchezresa@hotmail.com

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