«Quitó. ¡No!: tapó», y 2

29-07-2011.

De niño había visto vecinos y conocidos que habían fallecido. Había observado llegar, a la casa del finado, a Alameda con su metro de cinta, a medirlo para hacerle la caja a medida. Todas esas cosas yo las observaba. Veía el cadáver amortajado casi siempre de negro; muchos lucían, para ese viaje sin retorno, el traje que llevaron el día feliz de su casamiento. En el portal de casa o en alguna habitación con­tigua, en el suelo, encima de una manta o cobertor, allí estaba estirado, rígido, inerte, cuya cara parecía de cera, con sus ojos cerrados y hundidos, algunos con una expresión de haber encontrado esa paz y esa tranquilidad que en la vida no encontramos o no sabemos encontrar. Casi todos, en ese día de óbito, estrenaban unos calcetines negros de hilo. Era lo primero que veía, cuando me topaba con un difunto: sus pies. Cuatro velones daban luz a la estancia y se escuchaba, a veces, el chisporroteo de los cirios.

Un día sentí comentar a mi madre que en el arroyo de Santa María, hoy Prior Monteagudo, bajando a mano izquierda, en el pozo se habían asfixiado tres hombres. Uno era el marido de la “Nevá”, que era conocida de mi madre. Fui con la chiquillería y, por una ventana baja, vimos cómo en la pared de enfrente y en los dos laterales había tres mesas, donde estaban los fére­tros hasta que procedieron al entierro.

Más niño aún, tendría cinco o seis años, cuando venía el día de San Juan y San Pedro y las calores hacían de las suyas, era cuando muchos niños de pecho se morían. Hoy no podría resistir la visión de esas macabras escenas. Veía con los ojos de niño, y la experimenté varias veces, morir a un niño en los brazos de su desconsolada madre, como vemos hoy en televisión a esos desnutridos niños con esos ojos grandes, tristes, resignados, suplicantes y que se mueren irremisiblemente, sin que nosotros, ni los pueblos ricos, los pueblos civilizados, hagamos nada por evitarlo.

Cuando veía de niño morir a otro pequeño, en mi interior me alegraba. Cuando se producía ese trance y su madre, anegada en lágrimas, tenía en sus brazos a ese pedazo de su corazón y sus lágrimas caían en abundancia sobre la amarillenta cara del niño, a él, en esos momentos, se le iba haciendo en la cabeza, en la mollera, un gran surco, mientras que, en su pequeña boca, sus mandíbulas se abrían y cerraban varias veces, hasta que daba un profundo suspiro y su pequeño cuerpo quedaba sin vida. Entonces, su atribulada madre gritaba más fuerte y desconsolada.

Decía anteriormente que, cuando veía morir a un niño, parecía que me alegraba. Todos los hombres, al nacer, venimos dotados interiormente de instintos buenos y malos: somos interesados, tacaños, egoístas. Vemos a pequeños que todo lo quieren para sí. «Todo es mío», dicen siempre; y de mayores, más aún. Qué poco aprendemos de las virtudes y qué culto le profesamos a los vicios. La doctrina cristiana nos recuerda que para los siete vicios que atenazan al mundo tenemos siete virtudes. Cuando el niño moría, yo era uno de los cuatro niños que llevarían a ese ángel al cementerio y, como era natural, recibiríamos un real por nuestro trabajo. ¡Qué interesado era! El niño, en su cajita blanca, iba sobre un lecho de flores. Parecía ir durmiendo con su pequeña mortaja, que una vecina, apresuradamente, le había confeccionado. Otras cortaban de sus macetas las más bonitas flores. Todo ello le daba, a esa atribulada madre, resignación y agradecimiento por esa solidaridad y amor.

En el arroyo tirado, con el pelo desordenado, vestía unos pantalones oscu­ros, una camisa clara con las mangas remangadas hasta más arriba de los codos, su cabeza y su cuerpo inclinados hacia su corazón, ese corazón que momentos antes había recibido un certero disparo de escopeta y le había segado su vida y dejado en esa posición en que estaba. Allí todo eran voces, ir y venir. Muchos, luciendo con orgullo sus armas en sus manos. Uno dijo:

—Barrios tiene un hijo, en Jaén, que es policía; quizás asome para vengar a su padre. Debemos esperarlo y hacer lo mismo con él.

Idea genial que muchos aplaudieron. Se fueron organizando en una larga fila, con sus armas en desorden y en posición de descanso. Así permanecieron un poco tiempo, con la vista puesta en la calle Ancha, que es por donde todos creían que había de venir. Esa formación de espera y acecho se deshizo, cuando se es­cucharon varios disparos más. Vimos cómo, en mitad de la Cava, unos hombres corrían persiguiendo y gritando: «Por ahí va». ¡Si es su hijo! Toda la gente, como una jauría, corría detrás de la pieza. En este caso, un muchacho joven que había sentido y visto cómo sacaban de la casa a su padre y lo asesinaban más arriba. Salió ciego, encolerizado, y deseoso de venganza. Algunos decían que llevaba en su mano una pistola; pero, al ver ese tumulto de exaltados, optó por correr calle abajo. Torció por el Altozano, con intención de refugiarse en el Cuartel de la Remonta. Ésa era la versión que algunos daban.

Nosotros seguimos al tropel de gente. Se escucharon varios disparos. Seguimos por el Altozano, pasamos por la bodega de Espinar, enfilamos la calle San Francisco, cuando llegamos a la puerta de la tenería de Alfonso Marín. Allí, tirado en el suelo, como antes viera a su padre, se encontraba agonizante, boca abajo, el cuerpo del hijo, un muchachote alto, momentos antes lleno de vida, que se le iba acabando, pues su respiración iba perdiendo fuerza, hasta quedarse, en unos segundos, su corazón parado. En sus manos no tenía arma alguna.

Intuyo que desde la esquina de la calle Fuente Risas alguien lo esperó y, a bocajarro, le descargó un tiro que le segó la vida. Ése mismo lo registraría, aún agonizante, y le quitaría el arma, si es que la llevaba ‑que lo dudo, pues con ella se hubiese defendido y no fue así‑. Encima de su espalda pude ver una caja de fósforos que, supongo, la dejaría allí el mismo que lo mató y registró.

Esas dos tristes visiones fueron para mí las primeras de dos personas asesinadas, sin nadie que las defendiera, sin que nadie las amparase, fruto del odio que en esos días reinaba en buena parte de la descontrolada sociedad revolucionaria.

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