Historia del cuarto rey mago

01-01-2010.
El joven Rey Mago regresó a palacio después de una agotadora cacería. Estaba muy feliz, rodeado de sus fieles servidores. Aquella noche, la cena, la fiesta y el baile se prolongaron hasta altas horas de la madrugada. Antes de retirarse, el Rey reunió a sus capitanes y a su personal de confianza y les habló de esta manera:

—Mañana, al amanecer, saldré en busca del recién nacido Rey de los judíos. Se trata de un largo viaje a una tierra desconocida, que está detrás del séptimo pico de aquella cadena de montañas, por donde el sol muere todos los ocasos. Será difícil llegar, pero una estrella marcará mi camino. Habré de cruzar anchos ríos, escalar montes, atravesar selvas, padecer hambre y sed, y luchar con feroces animales. Cumplid vuestras obligaciones hasta mi regreso y recibid mi bendición.
Y al rayar el alba, el cuarto Rey de Oriente salió galopando hacia el séptimo pico de la gran montaña, siguiendo a la estrella. Llevaba sus alforjas repletas de regalos, pañales, pieles, oro, perlas, un puchero de aceite y otro de miel. Al tercer día, encontró llorando a una joven mendiga que acababa de dar a luz.
—No llores más —le dijo el cuarto Rey—. Envuelve en estos pañales a tu hijo y toma estas monedas de oro. Hoy es un gran día. Debemos estar contentos porque pronto nacerá un rey bueno, justo y misericordioso.
Dicho lo cual, subió de nuevo a su caballo y desapareció, en un recodo del camino.
Más adelante, encontró a un hombre que yacía malherido junto a su caballo, despedazado por los lobos. Lo llevó a la entrada de una cueva, encendió fuego, curó sus heridas con aceite y miel, lo cobijó con las pieles de su equipaje, pasó dos días y dos noches a su lado y reemprendió el camino.
Al cruzar por un claro del bosque, unos peligrosos ladrones lo rodearon, le robaron el oro y las perlas, y lo dejaron desnudo y malherido en un remanso del río, donde el agua era limpia y tersa como un espejo. Al despertar, se sintió enfermo, con una fiebre muy alta y acosado por los ojos, brillantes como puñales, de las fieras salvajes. Miró al cielo y buscó a la estrella. Se levantó con gran dificultad, subió al caballo y continuó hasta el pueblo más cercano.
Allí, vendió el caballo, pagó la posada y el resto del dinero se lo dio a una mujer viuda, a la que unos prestamistas querían desalojar de su humilde vivienda. Sin dinero y vencido por el hambre, se enroló como remero de galeras. Allí pasó mucho tiempo, hasta que enfermo y casi muerto lo abandonaron en los muelles.
Cinco días llevaba sin comer ni beber, cuando vio pasar a una corriente de peregrinos que se dirigía a Jerusalén. Oyó decir que estaban ajusticiando a un rey. Siguió a la muchedumbre hasta llegar a un monte, donde tres hombres expiraban, clavados en sus cruces. La caída de la tarde iba apagando las voces del gentío. Avanzó unos pasos. Un sobrecogimiento inexplicable le asaltó. El sol dorado del atardecer arrancaba destellos de fuego de la corona de espinas de uno de los reos: el Rey, que estaba clavado en una cruz y caído como un lirio transido de dolor, gris y silencioso.
Bajó los ojos con devoción profunda, contemplando el beso emocionado del sol sobre las lágrimas de la Madre Dolorosa.
—Ya no tengo nada de aquello que te quería traer —dijo el cuarto Rey al pie de la cruz—. Todo –oro, piedras preciosas, pañales, pieles, miel- lo he malgastado por completo. Sólo me queda mi pobre corazón, viejo, enfermo y cansado. ¿Lo querrás aceptar, Señor?
Mi abuela, que en paz descanse, me contó esta historia en Navidad, una noche, junto al fuego de la chimenea. Al terminar, me preguntó con curiosidad:
—¿Te ha gustado?
—Sí, abuela.
—¿Por qué?
Y yo no sabía qué contestar. Entonces me cogió la mano; me miró con una mirada muy larga, dulce, segura y amorosa, y me dijo:
—Esta es la historia de todos nosotros. Recorremos el camino, cada uno a nuestra manera, hasta llegar al final. Pero nunca lo olvides, hijo mío: Dios nos ama como somos, sin necesidad de que intentemos ser distintos.
Siento escribir esta historia tan triste. Pero hay veces en que uno, preso del sentimiento, se queda mudo y sin palabras. Como yo, hoy.
¡QUIERA DIOS QUE EL PRÓXIMO AÑO TODOS SEAMOS MÁS FELICES!
Barcelona, 30 de diciembre de 2009.

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