Sentado en uno de los banquillos de madera de encina, asiendo vigorosamente la empuñadora corva de la garrota con sus dos manos y apoyando en ellas la barbilla, mi abuelo se dispuso a contarme lo que desde hacía tanto tiempo me había prometido. El silencio del aquel luminoso atardecer de junio parecía prestarse a la sosegada confidencia, a la serena y templada revelación testimonial.
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