Mi abuelo me contaba, y 10

Sentado en uno de los banquillos de madera de encina, asiendo vigorosamente la empuñadora corva de la garrota con sus dos manos y apoyando en ellas la barbilla, mi abuelo se dispuso a contarme lo que desde hacía tanto tiempo me había prometido. El silencio del aquel luminoso atardecer de junio parecía prestarse a la sosegada confidencia, a la serena y templada revelación testimonial.

 

Soplaba un airoso vientecillo que, levemente, levantaba las verdifinas hojas de los eucaliptos y el cielo iba trocando imperceptiblemente la suavidad de su azul inmaculado por la frondosa densidad de otro turquí, veteado por finas y rojizas franjas anunciadoras del cercano crepúsculo. El sol, como un barco cansado, empezaba a hundirse en el horizonte.
—Ahora, no me interrumpas, niño, cuando esté hablando —me dijo mi abuelo con su habitual seriedad—; pero hazlo si ves que alguien pasa o que se acerca, para sentarse aquí en los banquillos de la fuente. Entonces —prosiguió—, me avisas, carraspeando dos o tres veces.
—¿Por qué, abuelito?
—Pues porque sí, hijo, porque sí. Y no pienses que te voy a contar batallitas como las de tus pulgarcitos, que quizás sea lo que estés esperando —y lo dijo sin ninguna ironía; más bien con delicada suavidad, casi con una débil sonrisa—. No: entre otras cosas, porque ya sabes que yo no hice la guerra. Ahora que, eso sí: si algo me quieres preguntar, no dudes en hacerlo.
Y empezó a hablar, dirigiendo su ausente mirada hacia la torre de San Miguel, cuyo campanario se erguía sobre las cercanas acacias. Habló como si no me hablara a mí o a alguien en concreto. Habló como si lo hiciera para todo el pueblo.
Tal cantidad de cosas me dijo, me refirió tal acumulación de historias, sucesos y anécdotas que difícilmente podía yo ir ordenando, entendiendo o asimilando todo lo que contaba. Y no digo lo que me contaba, porque parecía como si estuviese reflexionando en voz alta o como si su mente recorriera una larga película ensartada por escenas que, lo mismo que en la realidad, ocurrían en el fluir del tiempo sin ninguna relación aparente de causa a efecto.
—Te diré cosas —empezó—que sucedieron en nuestro pueblo durante y después de la guerra. Una guerra que, hoy por hoy, no parece haberse acabado del todo porque, si bien se observa a la gente, si bien se olfatea el ambiente, si bien se analizan determinadas conversaciones, parece como si esa maldita contienda continuara aún de manera subrepticia y agazapada. Actualmente, en el pueblo hay mucha miseria; aunque es verdad que se vive con cierta tranquilidad. Pero por las calles hay personas que se cruzan miradas que dan escalofríos. Porque sangre y recuerdo están aún muy calientes: «Mi hermano murió porque alguien de tu familia lo delató» —piensan o dicen algunos—. «A mi padre —mastican otros— os lo llevasteis de casa y apareció muerto en una cuneta de la carretera». «Nunca os perdonaré lo que le hicisteis a mi madre, a mi hermana, a mi familia —murmuran unos y otros—».
Hay personas que, al cruzarse con otras, las miran como si les quisieran clavar un puñal en la espalda. Y en las tabernas no es raro que, tras unas copas de más, se espeten insidiosas frases amenazantes como: «Ten mucho mucho cuidado con lo que dices y haces, que yo sé muy bien de qué lado estabas tú y puedo probarlo». «¡Oye, tú!, cuando yo entre al bar, tú te vas al otro lado de la barra, si no quieres que te agarre por la solapa y te lleve arrastrando al cuartel; y sabes muy bien por lo que te lo digo». «¡Eh, oye!: ¿Te acuerdas cuando quemasteis el cortijo de nuestro amo y os llevasteis cuanto quisisteis? Pues eso aún no lo has pagado y ya va siendo hora de que te pase la cuenta. Y no me repitas que es mentira, porque te parto la cara».
Frases recelosas y agresivas, que infunden tanto miedo y humillación que parece como si la guerra se estuviera prolongando mediante palabras, miradas y gestos. Con una diferencia importante: los golpeados ahora son siempre los mismos; son los que tienen que callarse; son los que tienen que humillar la cabeza; son los que tienen que irse a la acera de enfrente…
Es tremendo, hijo, el abismo que, como consecuencia de la Guerra Civil, de esta guerra fratricida, se ha abierto y se está ensanchando en la mente y en la conciencia de unos y otros. Me parece tan enorme, que difícil será que lleguen un día a un entendimiento respetuoso y pacífico; porque, a fin de cuentas, lo que buscarán, unos y otros, es el poder y con él la revancha. La revancha de las ideas. Porque quizás las ideas lleguen a ser un mero pretexto para afirmar o confirmar el dominio del uno sobre el otro. Probablemente, un día haya libertad de expresión; pero ojalá no sea interpretada como libertad de agresión. Otra forma de violencia…
Reconozco que, oyendo a mi abuelo, la atención y la mirada se me escapaban a veces hacia las huertas próximas al Paseo de la Estación, atraído por las voces de los hortelanos o por el griterío que muchachos de mi edad proferían mientras se bañaban en las albercas.
De hecho, muy pocas veces me atreví a interrumpir a mi abuelo para preguntarle cómo, cuándo y dónde había sucedido tal o cual cosa en el pueblo. Cuando una vez lo hice, porque me parecía que empezaba a divagar, me contestó:
—Naturalmente, buena parte, de lo que sé, lo sé de oídas. Pero son cosas que todo el pueblo conoce, aunque muy pocos las cuenten. Pero, ya sean verdaderas, amañadas o exageradas (que falsas a cien por cien ninguna lo es), son por lo menos testimonios de la situación en que vivió nuestro pueblo durante y poco después de la guerra. Y yo creo que los mayores tenemos el deber de transmitíroslas a vosotros, a los niños y a los jóvenes para que, conociendo desgracias y sufrimientos, ojalá no los volváis a repetir. Aunque, en este aspecto no soy muy optimista. Fíjate, hijo, que desde que yo nací, hemos tenido la guerra de Cuba; ha habido la mundial del 14; la de Marruecos; la nuestra, llena de atrocidades; no hace mucho que ha acabado la mundial del 39, y ahora ya se oye hablar de que, como Rusia y Estados Unidos se sigan picando, esto va a terminar en la destrucción atómica… ¡Pero qué desgracia, el ser humano! Y los curas, pretendiendo que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Es de suponer que Dios, si existe y es tal y como nos lo pintan, no puede estar de acuerdo.
Estuve a punto de sugerirle que yo le había oído decir al cura, en un sermón, que existía algo así como «El Dios de las batallas» y que nuestro patrono San Miguel era el «Jefe de los ejércitos celestiales para combatir el mal». No lo hice porque me pareció que, si se lo decía, mi abuelo se pondría a divagar sobre la relación entre Dios y el ser humano; y como yo no deseaba que intentara contarme dónde estaba el bien y dónde el mal, ni tampoco quién decidía qué era el bien y qué el mal, y, finalmente, como vi que la tarde se iba alejando y que quizás nos llegara a los banquillos de la fuente alguna no deseada compañía (con lo cual no me podría contar alguna historia de las que yo deseaba oír), me atreví a intervenir, diciéndole:
—Bueno, abuelito, vamos, que la tarde se va acabando y tendremos que volver a casa. Y otra vez nos vamos sin que me hayas contado lo de las manchas…
Como saliendo de un itinerario ensoñado y ensombrecido, mi abuelo volvió hacía mí su cara y, cambiando su apagada pero penetrante voz por otra más despejada, me dijo:
—¡Es verdad, niño! Comprendo que a ti —como a la mayoría de los que leen historietas—lo que te gusta son las anécdotas revestidas de acción más o menos accidentada… Bien, pues te voy a contar salvajadas de unos y de otros; es decir, barbaridades cometidas tanto por los llamados “Rojos” como por los llamados “Nacionales”, que ocurrieron en este nuestro bendito pueblo; pueblo fronterizo, situado entre dos sierras; pueblo entre andaluz y manchego. Vamos a ver. ¿Ves en nuestra casa la ventanilla que da al Cerrillo de la Palma? Pues bien, cuando entraron los “Nacionales” en el pueblo, traían a bastantes moros que asustaban a la gente. A tu madre y a tu tía las aterrorizaban mirando a través de esa ventanilla, amenazándolas con dagas y haciéndoles gestos obscenos. Pero más grave fue que uno de esos moros le rebanó la garganta al hijo de Joaquín, el “Planchas”, porque el chico se opuso a que le tocaran a su novia. Tres días estuvo el moro en la cárcel del Ayuntamiento: el tiempo en que el muchacho de Joaquín estuvo entre la vida y la muerte. Y, a propósito de la cárcel ‑que más bien es un calabozo, porque está casi bajo tierra lleno de humedad y malos olores‑, durante la guerra, a veces soltaban a algún condenado a muerte, al cual, al salir por la puerta del Ayuntamiento, lo estaban “esperando” media docena de escopetas de caza, detrás de las ventanas del bar de Bernardino que, como sabes, está justo frente a la puerta del Ayuntamiento. Esa terrible y odiosa parodia de ejecución la practicaron unos y otros, “Rojos” y “Nacionales”, durante y poco después de la guerra. Unos contra otros, hijo. Gente del pueblo contra gente del pueblo. Así murió don Alfonso Hermuzo, hermano de doña María Jesús, la propietaria de “La Parrilla” y hoy Madre Superiora de la Congregación de las Obreras del Sagrado Corazón de la calle Real. Eso ocurrió en el mes de julio del año 36, en la puerta misma del Ayuntamiento. El alcalde de entonces era Julián Caballero, el “Bigotes”, el mismo que tú viste tendido en el camión de los muertos. A Alfonso Hermuzo lo mataron, entre otros, un vecino suyo llamado Pedro, el “Cerote”, el cual, cuando terminó la guerra, huyó al monte y se unió a la cuadrilla del “Bigotes”.
—¿Y por qué mataron al señor Hermuzo? —me atreví a preguntar—.
—Pues, porque era terrateniente muy rico y porque iba a misa todos los días.
—¿Y es que ser rico y terrateniente es malo, abuelo?
—Que yo sepa, no, porque ser bueno o malo depende de las personas y no del dinero que tengan. Pero, fíjate, algo tanto o más atroz que lo que le ocurrió al señor Hermuzo: cuando, aunque por poco tiempo, volvieron a entrar los “Rojos” en el pueblo, muchos de ellos procedían de las minas de Peñarroya, de Pueblonuevo del Terrible de Almadén o de Linares; algunos llegaron un día ya medio borrachos al bar del “Regalao” y le preguntaron si allí había algún rico; y el “Regalao”, alzando la barbilla, les señaló con la mirada a Sebastián Rico, el cual estaba sentado, tomándose tranquilamente su café. Y, sin más preguntas ni razones, lo sacaron fuera y le pegaron dos tiros. Esta historia me la han contado y por eso no puedo dar fe de ella. Pero lo que sí es verdad es que Sebastián Rico ha desaparecido. Como desapareció tu tío‑abuelo, Fernando Pacheco, el marido de la “Chacha” Juana, la que hizo de partera cuando tú naciste. Pues bien, como la casa de la “Chacha” Juana está, justo, frente al cuartel de la Guardia Civil, es normal que ella tuviera cierta amistad con los familiares de los guardias. Y como resulta que, desde los primeros días de la guerra, los guard¡as civiles estuvieron cercados en su cuartel durante bastantes días por los milicianos, los amigos de la “Chacha”, necesitando comida, iban por las noches a pedírsela o incluso ella misma se la llevaba. Enterados los del Ayuntamiento, los milicianos se llevaron preso al “Chacho” Fernando a una cárcel de Jaén y de allí no volvió. Fue tremendo, hijo; fue tremendo lo que sufrió la “Chacha” Juana. A ella, que era tan alegre, ahí la tienes desde entonces con los ojos amoratados y vestida de negro de pies a cabeza. ¿Cómo saber quiénes eran los “buenos” y quiénes los “malos”, si hasta se cuenta que había un cura que se servía del confesionario para sus delaciones?
Y, de nuevo, más por desahogarlo que por mostrar mis conocimientos, estuve a punto de repetirle aquella frase que le había oído decir a nuestro cura, citando el Evangelio: «Por sus obras los conoceréis». Pero mi abuelo proseguía su discurso, imparable:
—Y fíjate lo que te digo, a propósito de eso de poder distinguir a los “buenos” de los “malos”: tú conoces a la hermana Magdalena, esa monjita del Hospital de Jesús Nazareno que viene todos los días a casa a pedir limosna para los pobres, ¿no es verdad? Bien, pues, cuando llegó al pueblo recién empezada la Guerra Civil, ella tendría unos dieciocho años y acababa de ingresar en la Orden con su amiga Felisa. Empezada la guerra, unos mineros fueron al hospital con intenciones no del todo amistosas. ¿Y sabes quién defendió a las monjitas? Pues el propio Julián Caballero, el “Bigotes”, entonces alcalde comunista del pueblo, quien, a punta de pistola, impidió que nuestras monjitas fuesen agraviadas.
—Oye, abuelo, y mañana, cuando venga a casa la hermana Magdalena, ¿le puedo pedir que me cuente cómo ocurrió aquello?
—Mira, hijo, haz lo que quieras; pero a eso se llama cometer una grave indiscreción… Y como ya estoy más que cansado de contarte cosas, y como veo que tienes los ojos más puestos en las albercas de tus compinches que atentas las orejas a lo que yo te digo: ¡ea, tirando y vamos para casa! —y, mientras caminábamos, le oía susurrar—. Si es muy niño todavía… si no llega a los ocho añuelos…
Cuando volvíamos del paseo y entrábamos en el barrio del Regajito, subiendo por la calle Concejo, saludamos al tío Cornelio, “el guitarrista del Parkinson”, sentado como siempre en el batiente a la entrada de su casa; y, al llegar a la nuestra, nos cruzamos con Genoveva, la del “repelucio”, la cual nos saludó, al tiempo que se secaba unas copiosas lágrimas, y luego se sonaba generosamente las narices con un pañuelo bordado. O quizás fuese lo contrario.
—Abuelo, ¿por qué a nuestra vecina Genoveva la llaman la del “repelucio”?
—Pues mira que a la Genoveva nadie le ha puesto ese mote, porque se puede decir que ha sido ella misma quien se lo ha inventado.
Y, calculando que la Genoveva ya se habría distanciado razonablemente de nosotros, me apretó con su mano el hombro para que me detuviera y me dijo en voz baja:
—Cuando a la Genoveva le mataron al marido a principios de la Guerra Civil, ella ya tenía a su hijo Gabrielillo. Pero como resulta que en febrero del 38 a Gabrielillo le trajo ella un hermanito, Antoñete, la gente le preguntaba a Genoveva cómo se las había arreglado; y ella contestaba con mucha seriedad y contundencia que probablemente era «Porque le habría quedado algún “repelucio” de su marido». Y desde estonces la gente la llama así.
—Y qué es un “repelucio”, abuelito —le pregunté, tras un momento de incomprensión y perplejidad—.
—Eso queda para el paseo de mañana —me respondió, empujándome hacia la entrada de nuestra casa—.
Atravesamos el pasillo y llegamos al patio. Sentadas a la sombra de la parra, mi tía y mi madre estaban comentando lo ocurrido en el capítulo de Ama Rosa. El crepúsculo se adueñaba poco a poco del patio. Correteando por los arriates, Manolete, mi gato, intentaba atrapar una lagartija.
FIN DE LA PRIMERA DÉCADA
Nota del bibliotecario: Entre la última página del cuadernillo en donde está escrita esta historia y la pasta azul del mismo, hay una cuartilla doblada que dice lo siguiente:
«Esta historia me la he encontrado en un pequeño armario que estaba arrinconado en la cámara de esta casa de la calle Concejo, cuyos propietarios viven en Madrid y de los que he recibido el mandato de rehacerla casi desde los cimientos. La historia está escrita con bolígrafo a tinta negra en un cuadernillo con pasta azules, comprado seguramente en el extranjero, en donde vivían los primeros propietarios de la casa. No he visto en el cuadernillo ninguna datación ni firma. Debajo del escrito que dice Fin de la Primera Década,aparecen descritos a toda página y de manera un tanto desordenada tres croquis con nombres y lugares entrelazados. En el primero de ellos figuran los nombres de personajes y de lugares que aparecen en esta Primera Década,ordenados según una relación de Lugar‑Personaje‑Acción, que copio literalmente:
PRIMERA DÉCADA
Paseo-Abuelo-Nieto narrador-Madre;
Tía-Patio-Modistillas-«Atontá»-Practicante;
Escuela-Paredes-Amigos “Vinagre”, “Camachos”-Ayuntamiento-Muertos del camión;
Padre-Bar de Bernardino-Administradores-Médico-“Bigotes”;
Modistillas-Patio, “Bigotes”, “Parrillera”-Paseo-Abuelo-Historias-Nieto.
Cotejando la parte narrativa con lo que dice este primer croquis, se puede afirmar que se corresponden con bastante exactitud. Luego, y terminando la página, que además es la última del cuadernillo azul, están los croquis de LA SEGUNDA DÉCADA y LA TERCERA DÉCADA, que también copio literalmente:
SEGUNDA DÉCADA
Pueblo-Mágina-Narrador;
Pueblo-Emigrantes-La Feria-Deporte-Primer amor-Mágina Internado, Profesores y Compañeros.
TERCERA DÉCADA
Pueblo-Mágina-Helvetia;
Pueblo «Se fueron los que sobraban»-Mágina «Muchos fueron los llamados…»-Helvetia «Los trabajos y los días»;
Universidad, amigos, estudios, emigrantes…
Es posible que cada una de estas PARTES esté también escrita en sus correspondientes cuadernillos y que estos se encuentren en algún armario o en cualquiera de los dos o tres muebles‑biblioteca que he visto en esta casa. He podido saber, por los vecinos, que la gente que aquí vivió, particularmente los hijos, eran “muy leídos”. Si encuentro las PARTES restantes y en caso de que la narración sea tan interesante como la de la PRIMERA, haré con ellas un volumen. Si no las encuentro, quizás yo mismo las escriba, teniendo en cuenta los croquis citados y documentándome lo justo y necesario para dar coherencia al conjunto. Por el momento, voy a continuar la visita de la casa, conocer su estructura y ver si se puede aprovechar alguna parte del amplio patio para incluirla en los planos. El resto, ya veremos… Porque a mí, además de construir casas, también me gusta construir ficciones. Y porque cualquiera, si lo desea, puede continuar esta».

Deja una respuesta