El desierto

20-08-07.

BASTABA CON HABER PUESTO LAS HUELLAS en los lugares secretos
del fuego para ser condenado a llevar antorchas
por el desierto y mantener las manos suspendidas
en la noche. Nadie caminaba descalzo por los pedregales
de brasas. Nadie pensaba en otra patria que no fuera
aquella eternidad de arena. Las herencias se pactaban

con besos de dunas y vuelos de albatros. El viento era
un huésped incómodo vestido de tuareg, un contador implacable
de cuentos que voceaba sus historias entre
las rocas de seda y los frágiles arroyos esquilmados.
El cielo rojo estaba partido en dos mitades por un río
de gorgonas y sequía: un fuego frío. Las víboras ocultaban su
veneno como quien guarda un tesoro entre sus ropas,
y huían de aquellos que portaban teas. No llegarán nunca
los condenados al oasis, ni a la ciudad maldita. Serán eternos
prisioneros del círculo solar, del río mutable
del fuego. Sólo las víboras y el viento incómodo vestido
de tuareg conocen el camino. Los viejos conductores
de caravanas, sentados ante sus tiendas, jugando al ajedrez
con figuras de ascuas, beben té de cardamomo y dejan pasar el
tiempo de la luz para llevarse a otros mundos las almas de los
condenados.

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