Dios interesa, y 2

09-08-07.
Ciertamente, la ciencia, en su progreso constante, va calificando de «muy probable» el “cómo” de las estructuras y los fenómenos; pero cuando se le pregunta el «por qué» de esas estructuras o fenómenos, su respuesta desemboca rápidamente en un «no sé». La ciencia avanza a velocidad vertiginosa, porque su esencia es la falibilidad. (Desde el momento en que se produce una innovación o una teoría, un distinto equipo científico –inmediatamente‑ empieza a trabajar para encontrar otra que entre en conflicto con la anterior, negándola en todo o en parte; y “la derrota”). Esa característica de la ciencia, estudiada y debatida magistralmente por Popper, es lo que imprime velocidad a su crecimiento; pero, precisamente, por esa característica, la ciencia está incapacitada para encontrar causas últimas ‑característica que no sé si es razón o consecuencia de lo que afirmaba Laín Entralgo: «Para la mente humana, lo cierto será siempre penúltimo y lo último siempre será incierto»‑. Si hubiese que utilizar una metáfora para comprender mejor ese fenómeno, quizá valiese la de un corredor que, en su carrera hacia una meta final, cada vez corre más deprisa y alcanza mejor las metas volantes; pero, a medida que más corre y más metas volantes consigue, más alejado se encuentra de la meta final.

El mundo de la ciencia está lleno de creyentes, entre los cuales aparecen científicos de la categoría de los nobel Max Planck, Heisemberg, Einstein… En la actualidad, Juan Maldacena, uno de los científicos más brillantes por sus descubrimientos en el campo de la Física, confiesa que cree en Dios y que reza; y cuando un periodista le preguntaba cómo explicaba a Dios, respondía: «No, no lo explico». Y precisamente, por esa razón, el mundo de la ciencia está lleno, también, de no creyentes; consecuencia de lo que, no hace mucho, decía el crítico Andrés Ibáñez, desde un planteamiento científico: «La afirmación Dios existe implica el mismo grado de creencia y opinión infundada que la afirmación Dios no existe».
Las figuras humanas que aparecen
en los ambientes urbanos que pinta Balthus
tienen una frialdad marmórea.
Yo no creo que los números sean camino para descubrir a Dios; como tampoco parece serlo en la actualidad el pensamiento; ni el miedo, ni los dogmas… Yo estoy convencido, como María Zambrano, de que el único camino es el de palpar palabras, escogerlas, medirlas, componer versos y “comérselos” lentamente, mientras se leen; porque, seguro de que dentro de esas palabras ‑lo decía Juan en el Evangelio primero‑ está escondido el eco de Dios. «No hay razonamiento ni algoritmo que pueda igualar la potencia de los versos de Teresa de Ávila o Juan de la Cruz para descubrir a Dios». O como lo expresa José Ángel Valente con un poema en un estilo actual:
Sentí real el pálpito
de tu oscura impresencia.
Supe que estabas.
Te busqué.
Ardía lento el fuego en los rincones
más secretos del ciego laberinto.
No busqué la salida, la imposible
salida.
Te buscaba.
Manifiéstate,
dije, sintiendo repentino
que ya lo habías hecho en el latido
de lo no manifiesto.
El pasado siglo comenzó con el convencimiento de que Dios podía ser sustituido por la ciencia y la técnica; y un símbolo extraordinario ‑la torre Eiffel‑ representaba fielmente esa idea: el hombre podía elevarse por encima de las nubes. Esa fe ciega en la ciencia y la técnica condujo al hombre del siglo XX a la soledad y al materialismo, cualidades que se ponen de manifiesto en las figuras humanas que Balthus pinta en sus ambientes urbanos, y en los personajes que retrata Lempicka, cuyos cuerpos, como de plexiglás, se muestran perfectos, pero sin alma.

En este siglo XXI que acaba de empezar, se aprecian tendencias contrarias a las del anterior; y es probable que el periodista de El País tenga razón al afirmar que Dios es un tema que interesa a la opinión pública; aunque dudo de que la orientación de las publicaciones de Savater y Castillo sean las que interesen. Es un hecho que, en la actualidad, las obras sobre Dios desbordan la capacidad de lectura, incluso de los más empedernidos lectores; y seleccionar las mejores obras y los mejores autores no es tarea fácil; no obstante, entre estos hay dos profesores que destacan por la forma profunda, pero amena, de sus escritos: Panikkar (químico y filósofo formado en el Max Planck y profesor en Harvard y California) y Jáuregui (profesor de la Polytechnic de Oxford y de la Southern California de Los Ángeles, y fallecido en 2005). Lo que se puede comprobar con la lectura de sus ensayos: Invitación a la Sabiduría y Dios, hoy en la ciencia, en la cultura, en la sociedad y en la vida del hombre.

Los cuerpos que aparecen
en los cuadros de Lempicka son perfectos, sin arrugas y sin alma.

No cabe la menor duda de que Dios interesa al hombre de este siglo que acaba de empezar; pero el camino para acercarse a él no parece que sea el de la ciencia o el del pensamiento; ni el del miedo, los milagros o los dogmas. Ese camino parece ser aquel en que Einstein basaba su religiosidad: el mismo que emplean los niños ante todo lo que les rodea. El que utilizaban Santa Teresa, cuando estaba en su cocina, o San Juan cuando miraba a unas florecillas: el asombro, y la espiritualidad que de él nace.

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