Dedicado a aquellas “niñas de las carmelitas” que llenaron de luz y sueños nuestra juventud.
He de confesar pública y humildemente, aún a sabiendas de que esta declaración puede aligerar mi escasa lista de “fans”, que vivo enamorado de mi mujer todos los días del año, salvo el catorce de febrero. Desde hace tiempo, el día de San Valentín vivimos, de mutuo acuerdo, una civilizada separación de veinticuatro horas. Nuestras manifestaciones de afecto se limitan al correcto buenos días, a alguna sencilla cortesía, “qué rica está la sopa”, a la asunción de elementales deberes paternales, “a qué hora llega la niña” y al “me voy a dormir que es tarde”. Sin más. Nada de regalos, de besuqueos, de carantoñas ni preguntas comprometedoras. Pasado el día fatídico, volvemos al reencuentro feliz y a la agradabilísima relación de la que disfrutamos desde hace casi veintitrés años.
Al acercarse la fecha del catorce de febrero, ella casi siempre, iniciaba los consabidos escarceos, orientados hacia la parte comercial y festiva del evento.
—Cariño, ¿qué quieres que te regale para el día de San Valentín?
—Nada, que no estamos para gastos —respondía yo.
—Y a ti, ¿qué te gustaría? —me veía obligado a preguntar.
—Pues un detalle, algo sin importancia. Sobre todo, no te gastes mucho.
—Un detalle supone perder una tarde y gastar un dinero innecesario. Acuérdate de cuando te compré un collar como el de la Presley. ¡Ni lo estrenaste!
Acusado el impacto, modificaba la estrategia atacando ahora el flanco emocional.
—Cariño, ¿tú sigues enamorado de mí?
La pregunta me causaba una fulminante bajada de tensión. De mil colores y en un instante, ensayaba mentalmente la respuesta adecuada.
(“—Sí cielo, como el primer día —pedantería irresistible que no creería ni ella”. Descartada.
“—Si vida mía, cada vez más —sabe que mientes y te lo nota en la cara”. Imposible).
Al final, optaba por afrontar la verdad con entereza mirándola a los ojos seriamente. Su respuesta a mi innegable honestidad solía a ser:
—Si yo ya lo sabía, si lo venía notando desde hace tiempo… —seguido de una amplia variedad de gimoteos, suspiros y reclusión incomunicada en la cocina, durante horas.
A mí, que no entendía nada, el complejo de culpabilidad me duraba semanas. Cansados de repetir la escena año tras año, reconocimos lo absurdo del enfado y decidimos por unanimidad declarar la guerra para siempre a estas celebraciones impuestas por la sociedad de consumo, en las que por obligación hemos de obsequiarnos y amarnos tiernamente.
Allí terminaron nuestros problemas.
▪▪▪
Ahora, en el día de los enamorados, recuerdo con nostalgia a don Francisco Gallego, nuestro inspector de Preparatorio, bajito, moreno, y entusiasta. Él nos despertaba y nos acompañaba a todas partes, de la mañana a la noche. Desde el primer día, intentó inculcarnos las virtudes humanas necesarias para superar aquel mundo de privaciones que era el internado, hablándonos sin descanso de hombría, sobriedad y capacidad de sacrificio. Reforzaba sus argumentos “metiendo en el ajo” a las niñas de las carmelitas. ¡Grave error!
Si al volver agotados de la “La Yedra”, un grupo de chicos se retrasaba unos metros, pronto se escuchaba la voz del inspector: “¡Más deprisa, que parecéis niñas de las carmelitas!”. Si te quejabas, tenías hambre, o simplemente, te manifestabas humano, eras acusado de parecer una niña de las carmelitas. Y aquel inspector que, por una parte, consiguió hacernos más duros, más fuertes y más capaces de superar sacrificios, por “efecto colateral”, nos convirtió también en los más fieles admiradores de aquellas niñas, tan impopulares, según él. Poco a poco, crecieron y se fueron coronando reinas de nuestros sueños. En libros y cuadernos, dibujamos flechas y corazones atravesados, con sus nombres junto a los nuestros. Ellas inspiraban nuestras poesías y al verlas pasear por la Plaza y el Real, se nos iban los ojos, y hasta el alma, al mirarlas. Y nunca vimos un brillo más hermoso que el brillo de aquellos ojos. Cada curso tenía un grupo de niñas de las carmelitas adictas y afines. Todos los cursos utilizaron el mismo proceso de aproximación, que se iniciaba, paradójicamente, diciéndonos adiós cuando nos cruzábamos con ellas en el paseo. Tantos encuentros, tantos adioses, a adiós por encuentro, expresados a coro con sonrisa y mirada maliciosa. En cifras, unos treinta y cinco por tarde, más o menos. Con el tiempo, la relación se fue haciendo más formal hasta que, uno de los últimos años, el día de San Valentín, organizamos un guateque inolvidable en “La Cultural”. Vuelvo allí, con la imaginación, cuando escucho “Puente sobre aguas turbulentas” de Simon y Garfunkel, una de las canciones más hermosas que se han escrito sobre el amor y la amistad. Recuerdo el ambiente, la música suave y el humo de los cigarrillos y los ojos… y las miradas profundas gritando en silencio afectos y tristezas… y los susurros tibios como caricias.
When you´re down and out…
“Cuando estés desalentado y abatido, cuando, perdido en las calles, sientas caer las sombras sin piedad, yo te consolaré”.
Barcelona, 10 de febrero de 2004.
(85 lecturas).