En una reciente entrevista, José Luis Bonet, presidente de Freixenet, destacaba los profundos lazos sociales, económicos, culturales y personales entre Cataluña y el resto de España. Son tantos y tan variados que, añado yo, deberían ser inquebrantables si un nacionalismo identitario y excluyente no hubiera tomado el rumbo enloquecido de un sueño contra-histórico y belicoso.
Tantas afinidades existen entre Cataluña y Andalucía que, por poner un ejemplo, un catalán con tanto pedigrí independentista como el molt honorable Carles Puigdemont (el del redundante apellido) hunde sus raíces en la misma tierra que las mías, andaluz de nacimiento y convicción, de Linares, y cartagenero de adopción. En efecto, mi abuela Manuela como la abuela del president, también llamada Manuela, nacieron en La Carolina. Y, si su bisabuelo nació en Dalías, mi abuelo lo hizo en Tabernas, pueblos próximos de la provincia de Almería. ¿Quién lo iba a decir? Y luego se mezclaron, una jiennense y un almeriense en mi caso, y una jiennense y un catalán (gerundense) en el otro. No son curiosidades, son datos de la realidad que se ocultan deliberadamente para aparentar una pureza racial inexistente y también peligrosa. No lo he analizado, pero parece seguro que son más comunes, en Cataluña, apellidos «castellanos» como López, Sánchez, García o Martínez que Forcadell, Puigdemont o Tardá, apellidos catalanes nimbados por el independentismo.
Y es verdad que una gran parte de la población de mi tierra natal, huyendo de la pobreza, emigró desde siempre hacia el oasis de riqueza y oportunidades que era Cataluña, sobre todo Barcelona y su cinturón industrial. Y allí se entrecruzaron culturas y formas de vida aunque, en la mayoría de los casos, los andaluces, mano de obra barata y acomplejada, tuvieran una condición de subordinación respecto a una burguesía catalana dominadora de la economía y de la cultura. Aún así se produjo una integración hasta cierto punto razonable. De hecho, muchos de los independentistas actuales llevan nombres castellanos, andaluces, murcianos o extremeños. Y los recorridos vitales, salvando las condiciones económicas, pero no tanto la lengua (el castellano era hablado en toda Cataluña, especialmente en las ciudades), fueron muy similares. La burguesía catalana era tan franquista como la del resto de España, el Barça no se quedaba detrás del Real Madrid en su adulación al dictador, y los universitarios eran rebeldes en Barcelona, en Valencia, en Madrid o en Sevilla, sin diferencias apreciables.
Y, volviendo a mi recorrido vital, estudié en la universidad de Valencia con profesores estelares como Miquel Tarradell, Joan Reglá o Emili Giralt, todos ellos conectados al magisterio de Jaume Vicens Vives, de cuya visión de la historia me impregné y defendí en mis clases de instituto, porque me parecía la más sensata, la más racional, la más universal, la menos sectaria. La historiografía española debe mucho a Vicens Vives, ejemplo de equilibrio, de catalanidad integradora, de españolidad modernizante. Todo un modelo.
Y me integré como asesor pedagógico en la editorial Vicens Vives durante treinta años, colaborando con el nieto y heredero del historiador, también llamado Jaume. Y conservo sus libros siempre respetuosos con España.
Por todo esto que me une, que nos une, a Cataluña y al resto de España, lamento la irresponsabilidad de unos independentistas fanáticos e irracionales que quieren romper todos los puentes, sin reconocer que el agua que fluye bajo ellos podría ahogarnos para siempre, a españoles y catalanes.
Juan Antonio Fernández Arévalo
Cartagena, 8 de octubre de 2017.