La maldición de un cura romano[1] me había provocado una lesión fibrilar que me mantuvo disminuido casi dos meses, a pesar de los eficaces masajes de una experta (y guapa) fisioterapeuta.
Corría el año 2007 de “Nuestro Señor” y prometí volver a Roma, porque la dificultad de mis movimientos (tuve que emplear muletas) había restringido notablemente los desplazamientos por la ciudad eterna.
Volví, cinco años más tarde, al restaurante de Giulio y María Massa (junto al Vaticano) donde tuve aquella agria discusión con el cura maldecidor (Alberto, dice Giulio que se llama). En seguida nos reconoció aquel camarero (y dueño) de andares cadenciosos a lo Vittorio Gassman, algo o bastante más viejo que entonces: el paso inexorable del tiempo. Nos dio un par de besos: éramos de su familia. Esto es Italia y yo me encuentro feliz y confiado, como en mi propia casa. No sé si sus demostraciones de cariño son sinceras, pero si sé que son reconfortantes.
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10. Y VOLVÍ A ROMA»