Por Fernando Sánchez Resa.
Conforme se van cumpliendo años, especialmente en la larga etapa final de la vida –que, por bonita que nos la quieran pintar, siempre suele ser complicada y deprimente-, los dolores (tanto físicos como psíquicos) se nos van haciendo compañeros de viaje, imprescindibles en el discurrir cotidiano, acampando en nuestro propio cuerpo e intelecto con demasiada asiduidad manifiesta, hasta el fin de nuestros días.
Unas personas tienen más suerte que otras (como todo en la vida) y les llegan más tarde o de forma más atenuada, pues el dolor mismo es patrimonio de todo ser vivo que esté sano, como salvoconducto y aviso de que algo no funciona bien o está enfermando. Lo importante es conocer y paliar, en la medida de lo posible, su intensidad y el tiempo en que perduran.
Así, a mis propios dolores, siempre les repito lo mismo: que no soy celoso porque se vayan de “picos pardos” a otro lugar y, si es posible, que no vuelvan; y que me encantaría que encontraran otros cuerpos más gloriosos y valientes con los que practicar sus heroicidades.
Pero ni por esas, no me hacen caso y cada año que pasa van atenazándome de una manera más manifiesta y sibilina hasta que llegue el momento en que no pueda soportarlos y necesite acudir a la medicina para paliarlos. Soy poco amigo de medicinarme por cualquier cosa…
Dios quiera que sea tarde; y lo peor -o quizá lo mejor- es que uno llega a acostumbrarse a algunos de ellos y lo que le preocupa es que esos dolores sean diferentes o nuevos, pues parece que los dolores viejos, arraigados en nuestro cuerpo, son como si fueran de la familia y ya se les soporta bastante mejor -por aquello de la costumbre y la rutina- que cuando empezaron a irrumpir en nuestra naturaleza humana; lógicamente, si no son insoportables.
Tiempos aquellos de la infancia, juventud o adultez en los que los dolores andaban lejos y eran materia reservada que uno no quería ni conocer; y, si llegaban espontáneamente o en momentos puntuales, pronto se libraba uno de ellos y se quedaba tan pancho.
Ahora, en la vejez, la cosa ha cambiado, y todo dolor que llega suele hacerlo para quedarse con más o menos intensidad, potencia o latencia, pretendiendo ser un vecino privilegiado que es mal recibido, en un principio, pero del que no se puede prescindir tan fácilmente. Tanto es así que, por eso, a veces, se añoran los viejos dolores. Estoy hablando de los físicos puros, que anduvieron antaño tanteando nuestro cuerpo y se fueron durante un largo tiempo, pero siempre con la idea de volver y no dejarnos tranquilos. ¡Añorada juventud, qué pronto te fuiste para no volver, como decía el poeta!
Pido a Dios tener fortaleza para soportarlos, aunque siempre diga como Jesucristo:
—¡Que pase de mí este cáliz…!
Se lo digo y repito a mis hijas y amigos, aunque no me hagan caso:
—¡No lleguéis a viejos, que la vejez es muy fea y ni siquiera los dolores se comparecerán de vosotros!
Hay dolores físicos firmes e insoportables; otros son más sordos y harán su mella tanto en nuestro entramado fisiológico como mental. Pero no son moco de pavo los dolores psíquicos que punzan nuestra mente, una y otra vez, en busca del remedio que no llega fácilmente. Menos más que, hoy en día, hay paliativos para ello, aunque no sean toda la piedra filosofal, vademécum o bálsamo de Fierabrás que quisiéramos; pues, el hecho de vivir y morir son las dos caras de la misma moneda entre las que median un incógnito devenir que el ser humano -y todo ser vivo- ha de afrontar con la valentía y la esperanza necesarias para ser útiles a los demás, siéndolo primeramente a uno mismo.
Mientras los dolores van caminando lentamente a nuestro encuentro, con el firme propósito de no dejarlos tranquilos -así tengamos un hálito de vida-, van cambiando y trocándose en universidad personal en la que todos, antes o después, debemos cursar nuestra carrera vital, aunque nuestro propio código de barras -al nacer- nos esté dando una dotación genética que se complementará con el entorno ambiental que cada cual se proporcione; y así poder obtener el ansiado título final, si todas las asignaturas dolorosas las hemos superado en tiempo y forma…
Úbeda, 30 de junio de 2019.