Amnesia pura

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

Indiqué en uno de mis artículos anteriores que tal vez sería necesario el establecer una “comisión de la verdad” que esclareciera y sentase definitivamente los puntos de comprensión de los sucesos habidos en la II República, la sublevación militar, la posterior guerra civil, la represión subsiguiente y el largo periodo de la dictadura franquista.

He de reconocer que esta empresa, así definida por los contenidos anteriores, puede que sea totalmente imposible de realizar. Y de realizarse y llevar a cabo puede que solo lo fuese sectorialmente e incluso así no fuese objetivo su resultado ni admitido por las partes afectadas. Lo admito. Deduciríamos, por lo tanto, que establecer una “comisión de la verdad” a estas alturas y con los mimbres que existen es imposible, si no hasta improcedente. Así lo vienen a declarar historiadores de solvencia que han trabajado también en los campos referidos.

Claro que se llega tarde y mal. Tarde porque ha pasado casi un siglo de la génesis del conflicto (la Historia debe profundizar siempre en los antecedentes de cada caso que estudia), porque se dejaron pasar cuarenta años tras la muerte del dictador sin atacar nada en serio; y porque testigos, lo que se dice testigos vivos y contemporáneos de aquellos tiempos quedan, si quedan, contados con los dedos de las manos (y además se les devalúa su testimonio si no coincide con la idea preconcebida). Existen datos y documentaciones a los que recurrir y datos y documentaciones que todavía se encuentran encerrados tras fuertes candados y no se les airea ni se les deja consultar. Y los datos y documentaciones, las fuentes existentes, a veces son de parte y no pueden ser tomados en cuenta a efectos de única verdad. Así que las dificultades existen y no son pocas.

Pero hemos de reconocer, y también en alguna ocasión lo escribí, que el franquismo ha durado bastante más a su fundador que su propia vida. El franquismo ha perdurado por la inercia de cuarenta años de dictadura y las estructuras y condicionantes que ello generó, muy imbricadas en el tejido funcionarial, social, económico, religioso, judicial y militar que siguió casi intacto tras la desaparición del general. Como la llamada Transición no fue una revolución, que hubiera terminado con todo lo que venía de lo anterior, sino una evolución que tenía por base las estructuras ya existentes y que se realizó porque desde esas estructuras se admitieron las nuevas, la lógica de la situación permitía, con el consenso de los actores del momento, mantener la cimentación heredada. Fuerte cimentación.

Si al iniciarse el camino del cambio no era prudente remover los cimientos, para no generar inestabilidad ni derrumbes (que por otra parte se produjeron, aunque pronto solucionados los indicios de ruina), luego se indicó que, pasado un buen periodo, ya no procedía tocar el tema para no revolver el pasado. O sea, se hizo lo que el franquismo y la derecha deseaba, que por un ahora no toca y un luego tampoco se mantuviera bien vivo su espíritu, su influencia y su recuerdo como garantía de la existencia de la patria.

En ello, pues, llevan razón quienes desde posiciones objetivas indicaron esto y también los que con posterioridad y no habiendo ni vivido ni soportado nada de lo sucedido, nacidos en tiempo de supuesta libertad democrática, ven y denuncian con furia revolucionaria la rémora franquista (deseosos de realizar la revolución que sus padres no hicieron). Porque lo que no se removió sigue existiendo en sus descendientes (que tampoco vivieron los orígenes, pero sí las consecuencias de ellos, beneficiosas para su clase).

Si ahora siguen insistiendo en la memoria del dictador, en su intocable memoria, en la memoria de sus supuestos logros y beneficios, en sus cualidades como estadista y militar, manteniendo un relato bien manipulado para consagrarlo como canónico no nos podemos extrañar, porque era lo pretendido. Pero a todo relato oficial u oficioso se opone el contrarrelato que pretende no solo desmontar al anterior, sino también convertirse en su sustituto. Y en ello estamos.

Tenía que venir algo como la llamada “memoria histórica” para iniciar el contrarrelato. También para alcanzar cotas de restitución y de respeto hacia los vencidos, incluyendo la localización de tanto cadáver esparcido por los campos de España. Una cosa es la justicia retributiva necesaria a los vencidos y otra cosa la pretensión injustificada de erigir sobre ellos, sobre esos muertos, la maldad de la revancha y del rencor; unos y otros no debieran ni levantar esa terrible bandera. No existe verdaderamente un terrible territorio dividido entre buenos y malos, pero eso amarga las ideas de quienes así lo afirman; de ahí su afirmación pertinaz.

Hay quienes dicen que no se puede apelar a la equidistancia en el estudio y la evaluación de todo lo que concierne a ese periodo de nuestra historia nacional. No entiendo el porqué. Quienes eso dicen, desde un bando o desde el otro, solo pretenden mantener como único y cierto el relato propio, sin matices ni adherencias que lo aclaren, lo justifiquen o lo incriminen. Quienes quieran saber la verdad (y no me refiero a ninguna comisión ad hoc) deben admitir cualquier dato que exista, convenga o no para afianzar ese discurso. Porque la verdad no es “nuestra verdad” como se suele decir, sino “la verdad” objetiva y a secas.

Si pienso en lo sucedido en mi pueblo, como en tantos otros por desgracia, por aquellas fechas no puedo dejar a un lado lo que unos y otros hicieron. Las barbaridades cometidas, los crímenes llevados a cabo, las venganzas y las farsas judiciales con testigos falsos. Los beneficiarios de tanta calamidad y los que por activa o por pasiva permitieron todo. No me puedo erigir en juez de quienes por temor (a su vida o la de sus familiares) dejaron hacer, que es muy fácil erigirse en conciencia o en adalid de valentía, cuando uno no está amenazado o lo ve todo desde una segura distancia. Pero determinar quién o quiénes colaboraron en tamaño desastre y en su permanencia en el tiempo y en la memoria, al menos debiera ser admitido, permitido y publicado.

Cada ciudad y pueblo de nuestra España tiene y retiene por desgracia “su” memoria. La suma de todas ellas es “la” memoria. Saberla, mostrarla y contrastarla nos vendría bien a todos.

Pero si se niega la mayor, seamos entonces -al menos- honestos. Cerremos todos los capítulos con los siete candados del Cid; olvidemos con permanente amnesia y obligada amnesia. Dejemos a los muertos en paz y a los vivos también. Y al cerrar todo, me refiero -claro está- también a enterrar totalmente cualquier residuo de franquismo, sus símbolos, monumentos y estructuras subyacentes (por ejemplo, la influencia que la Iglesia católica sigue manteniendo). Y los nombres de las calles, todos los que recuerden personas o sitios protagonistas en esa época y que azuzaron la lucha entre hermanos, borrados de inmediato. Todos.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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