Decadencia

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

El palacio se presenta al penetrar en una calleja, casi de sorpresa, como si nunca hubiese estado ahí y, en esos sucesos misteriosos que se nos contaban, mágicamente o por arte y oficio de seres portentosos, lo colocasen cada noche y cada noche también desapareciese, ocaso y alba, y nadie pudiera explicar el fenómeno.

Pero sí, ahí estaba aquel palacio, del mil quinientos y pico.

La fachada era lo principal y lo importante, al menos de cara a la población. La fachada, de piedra dorada, cuando el sol se reflejaba en la misma, se imponía sobre las casas aledañas (aunque en la actualidad no se le tiene el respeto debido y algunas construcciones de la calle tratan de humillar la palaciega construcción). Tampoco favorecía el prestigio del edificio el deterioro manifiesto que ofrecía; no demasiado importante, verdad, pero estéticamente feo: ese abombamiento de los sillares, que no guardaban la vertical en amenaza constante de irse, para afuera, molduras, columnas adosadas, heráldicas y hasta dintel y balcón principal, las humedades que avanzaban como el terroncillo de azúcar en el café, por las piedras de cimientos queriendo alcanzar, y alcanzando ya las estancias bajas.

Lo que había sido manifestación del esplendor y el poder de una rama de la familia todopoderosa de la ciudad, escaparate de sus uniones por interés, matrimonios forzados ante la ambición y la endogamia, competición de los unos contra los otros para ver (y por sus obras los conoceréis) quién la tenía más grande, más larga y más vistosa (la fachada de su palacio, claro), ahora y tras el discurrir de los siglos, evidenciaba la decadencia inevitable de todo y de todos. El rigor inevitable del tiempo y sus circunstancias.

Si el escaparate externo era la obra de la fachada, también y luego que se traspasaba el dintel de su principal entrada, se podía disfrutar de otras estructuras, obras y características internas, ya dirigidas a la vida y disfrute de sus moradores y visitas. El patio amplio y solemne, de doble planta porticada doblemente en juego simétrico de columnatas, arquerías y claustros aptos para el deambular pausado o el discurrir acelerado de estancia en estancia; pausado el disfrute, si el tiempo lo permitía y el frescor de las sombras y de la fuente central, chorrillo de gorgoteo incesante, lo propiciaba, acelerando el desplazamiento si la lluvia o el frío azotaba, penetrando en los claustros y hasta en las habitaciones que a los mismos daban.

El escalerón mayestático permitía acceder al piso alto y daba a la recepción de las visitas de lustre un carácter aristocrático muy exclusivo. En sus mejores días, los dueños y señores habían tenido huéspedes de alcurnia e influencia decisiva para las cosas del gobierno, tanto local como imperial. Ayer, como hoy, buscar las mejores influencias era vital para obtener empleos decisivos que diesen honor y riqueza (y poder).

Eso era antaño. Los propietarios actuales maldicen en su interior la pesada herencia. Ya no se puede mantener un edificio como este. Ni verdaderamente se puede vivir en el mismo, con las comodidades que exigimos y consideramos dignas actualmente. El caserón ha sufrido un enorme deterioro en sus partes posteriores y anexas, lo que eran las cuadras, cocheras, leñeras, lavaderos, cocinas, estancias de la servidumbre…

La servidumbre, otra cosa del pasado. Ya no existe esa servidumbre anclada a la casa, incondicional, que vivía y trabajaba día y noche sin pega ni paga alguna, hasta que ya no eran útiles (que entonces eran despedidos con una mano atrás y otra delante, según méritos de ellos o de sus señores del momento); los tiempos modernos emanciparon a la servidumbre; ya no hay criadas que limpien los suelos bien arrodilladas, lustren las vajillas casi diariamente, calienten las camas antes de que el señorito o la señora se metiesen en las mismas, que zurzan y cosan a destajo y se dejen las manos en el agua fría del lavadero. Ya no hay acemileros, niños yunteros, capataces y manijeros, contadores de lo que los campos producían (porque ya no hay otras propiedades de la familia como activos). Se acabó el mandadero y recadero, todo el día en la calle gestionando las necesidades inmediatas de los dueños y su gente.

Se acabó también un sitio especial y exclusivo en la iglesia, con reclinatorio tapizado de terciopelo, colocado en los oficios religiosos delante de las bancadas comunes. Se acabó el patrocinio y posesión de capilla particular, incluyendo en sus mejores momentos hasta cura para misas y rosarios, y confesor particular y en su particular mediación dedicado. Se ha acabado la presidencia vitalicia, y patronazgo, de alguna de las múltiples y añejas cofradías locales, con lo que eso significaba, influencia sobre las gentes, ostentación de poder antes que religiosidad, halo de santidad postiza y comprada.

Cuando se pasa por la fachada del caserón, se nota el peso del tiempo y el paso de los años. Pasando por la vera de sus piedras doradas y húmedas, se intuye una lección de la historia local y de la historia patria. Permite, y merece hacerlo, el detenerse ante sus medias columnas, su frontón y sus heráldicas; considerar lo que se fue y ya no se es, lo que significaron piedras y moradores ante otras de la misma localidad. Intuir lo que queda dentro de esta especie de trampantojo real, lo que se escondía tras sus muros y lo que todavía se esconde.

Cuando a veces la puerta está abierta, escasas veces, se contempla el enorme patio y su fuente central, que todavía lanza agua hacia el cielo, como si quisiese demostrar que aún quedan fuerzas y motivos para hacerlo. Algunas macetas, especialmente de pilistras de anchas, largas y verdes hojas, dan pistas sobre la habitación del palacio, no totalmente abandonado y de que alguien, al menos, trata de mantenerlo con cierta decencia. Pero sigue cerrado a la curiosidad ajena, más aún al interés de algunos transeúntes ocasionales, turistas, que nunca apreciarían todo el contenido material y espiritual que en el palacio existe.

Número y referencia en el catálogo de edificios histórico-artísticos de la localidad y de la nación, es imposible de derribar y sustituir por alguna construcción de viviendas múltiples que dé ganancia al constructor y alguna también a los propietarios del mismo. Pero, ya no están a tiempo; ahora no se puede tocar ni una teja del palacio sin tener que pedir permiso a las autoridades competentes; si quieren venderlo, será como tal palacio y especificando la posterior utilidad del mismo (que no deberá sufrir alteraciones sustanciales en su estructura, ninguna en la fachada). Así que sus dueños encuentran que ni tienen pan ni perro. Y la administración, sea al nivel que sea, se muestra remisa a quedarse, por ahora, con la edificación (que ya tiene palacios de sobra)… Se deberá, pues, esperar al total deterioro de la misma para que alguien haga algo, que ya será un pastiche o un desatino.

De los no sé qué y no sé cuántos; los guías turísticos y los enseñadores de patrimonio lo explican. Y ahí queda, otro día, el palacio, para desaparecer en la noche y reaparecer por la mañana, como ha venido haciendo en estas últimas centurias.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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